EL BAUTISMO DEL SEÑOR, Ciclo C
En este domingo, que sigue a la solemnidad de la Epifanía, celebramos el Bautismo
del Señor, con el cual terminamos el Tiempo de la Navidad. Este fue el primer acto
de su vida pública, narrado en los cuatro evangelios. Al llegar a la edad de casi
treinta años, Jesús dejó Nazaret, fue al río Jordán y, en medio de mucha gente, se
hizo bautizar por Juan.
El evangelista san Lucas resalta que luego de su bautismo, mientras oraba, “se
abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre Él en forma de paloma, y vino una voz
del cielo: ‘Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto’”. El momento del bautismo del
Se￱or Jesús se convierte en una “epifanía” o “manifestaci￳n” de Jesús como Mesías
de Israel e Hijo de Dios. A la vista del pueblo de Israel, Jesús es mostrado como el
Ungido por excelencia, Aquel que ha sido ungido por el Espíritu Santo, sobre quien
ha descendido visiblemente, en quien ese Espíritu mora.
La fiesta del Bautismo del Señor es ocasión propicia para reflexionar sobre nuestro
propio Bautismo y sus implicaciones en nuestra vida. El Bautismo no es un mero
“acto social”. Un día yo fuimos bautizados y nuestro Bautismo marc￳
verdaderamente un antes y un después: por el don del agua y el Espíritu Santo
fuimos sumergidos en la muerte de Cristo para nacer con Él a la vida nueva, a la
vida de Cristo, a la vida de la gracia. Por el Bautismo llegamos a ser “una nueva
criatura” (2Cor 5,16), fuimos verdaderamente “revestidos de Cristo” (Gál 3,27). En
efecto, la Iglesia ense￱a que “mediante el Bautismo, nos hemos convertido en un
mismo ser con Cristo” (CEC 2565).
Pero si mi Bautismo me ha transformado radicalmente, ¿por qué sigo
experimentando en mí una inclinación al mal? ¿Por qué la incoherencia entre lo que
creo y lo que vivo? ¿Por qué tantas veces termino haciendo el mal que no quería y
dejo de hacer el bien que me había propuesto? (Cfr. Rom 7,15) ¿Por qué me cuesta
tanto vivir como Cristo me enseña? Ante esta experiencia tan contradictoria aclara
la ense￱anza de la Iglesia que aunque el Bautismo “borra el pecado original y
devuelve el hombre a Dios… las consecuencias para la naturaleza, debilitada e
inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual” (CEC
405).
Dios ha querido que desde nuestra fragilidad y pequeñez cooperemos activamente
en la obra de nuestra propia santificaci￳n. Decía San Agustín: “quien te ha creado
sin tu consentimiento, no quiere salvarte sin tu consentimiento”. Y este
consentimiento implica la cooperaci￳n decidida en “despojarnos” del hombre viejo y
sus obras para “revestirnos” al mismo tiempo del hombre nuevo, de Cristo (Cfr. Ef
4,22ss).
Para vencer en este combate lo primero que debemos hacer es, además de la
incesante oración, Asistir a Misa domingo a domingo, al menos, confesarnos con
frecuencia y estudiar y meditar nuestra religión… para ir venciendo los propios
vicios o malos hábitos, e ir cambiándolos por modos de pensar, de sentir y de
actuar que correspondan a las ense￱anzas del Se￱or. No olvidemos que “el santo
no es el que nunca cae, sino el que siempre se levanta”.
Dios se hizo hijo del hombre, para que el hombre llegara a ser hijo de Dios.
Renovemos, por tanto, la alegría de ser hijos: como hombres y como cristianos;
nacidos y renacidos a una nueva existencia divina. Nacidos por el amor de un padre
y de una madre, y renacidos por el amor de Dios, mediante el Bautismo. A la
Virgen María, Madre de Cristo y de todos los que creen en él, pidámosle que nos
ayude a vivir realmente como hijos de Dios, no de palabra, o no sólo de palabra,
sino con obras, según enseña san Juan: “Este es su mandamiento: que creamos en
el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo
mand￳” (1 Jn 3, 23).
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)