SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR - MISA DEL DÍA
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
25 de diciembre de 2012
Is 52, 7-10; Heb 1, 1-6; Jn 1, 1-18
La liturgia, hermanos y hermanas, nos propone esta mañana resplandeciente de
Navidad, contemplar delante del Niño del pesebre el inicio del evangelio según san
Juan, que es una meditación teológica y poética sobre la venida de Cristo al mundo. A
medida que el diácono lo iba cantando, pasábamos de la eternidad de Dios -cuando
en el principio , antes del tiempo, ya existía la Palabra, y la Palabra era Dios - a la
creación del universo hecha por medio de la Palabra ; una creación en la que cada
cosa creada es testimonio del poder, de la sabiduría y del amor de Dios Padre. Esta
creación culmina en el ser humano, obra maestra de todo lo que se ha hecho y
llamado a participar de la Vida , de la Luz y de la Verdad que tiene el que es la Palabra,
el Cristo Hijo de Dios. La perspectiva que nos abre este inicio del evangelio es
esplendente, el plan que nos presenta es grandioso. Y el amor divino que lo sostiene
todo es inmenso.
Tras referirse a la creación, el canto del diácono continuaba. El conjunto de la
humanidad no había sabido reconocer la Palabra divina en el mensaje del universo
que se desplegaba a sus ojos. Y, por ello, en un momento determinado de la historia
humana, la Palabra se hizo carne ; dentro de la inmensidad del universo, vino a nuestro
planeta y naciendo de la Virgen María se hizo compañero de ruta de cada ser humano.
Débil como nosotros, necesitado del cuidado de los otros como nosotros, ansioso de
amor como nosotros, sediento de justicia como tantos, capaz de amar como un
hombre, mortal como nosotros. Que todo esto y más significa el hecho de que vaya a
acampar entre nosotros , el hecho de ser uno más del gran campamento de la vida,
viviendo en el anonimato la mayor parte de su existencia, luchando en el día a día
contra tantas adversidades como hay que afrontar. Este compañero en la ruta de la
historia parecido a nosotros, pero que no deja nunca de ser eterno, creador, infinito.
No deja de ser Dios, pero lo es de una manera que la humanidad pueda abarcar en la
sencillez de vida y en la humildad de corazón. En el hijo de María, nacido en la
pobreza del pesebre de un establo, la mirada de fe del creyente, tal como continuaba
diciendo el diácono en su canto del evangelio, sabe descubrir la gloria de Dios, el Hijo
único, que -a pesar de ser los brazos amantes de su Madre- está en el seno del Padre .
Estamos invitados a contemplar con agradecimiento la grandeza de la Navidad
cristiana, que comprende tanto la realidad infinita de la vida divina como la realidad de
Belén que pasó desapercibida a los ojos de la inmensa mayoría de la humanidad.
Pero son ambos aspectos los que inseparablemente hacen la Navidad: Dios que viene
a habitar en medio de la humanidad, pero que lo hace haciéndose niño accesible a
todos, particularmente a los hombres y mujeres de corazón sencillo.
Esta realidad tan divina y tan humana es la que quieren expresar nuestros pesebres.
La tradición multisecular suele poner un buey y una mula acompañando al Niño Jesús.
Este año, los medios de comunicación y a propósito de una mala lectura de un texto
del Papa, se han hecho eco de un falso debate sobre la presencia de estos dos
animales en el pesebre. Evidentemente, la narración de la encarnación de Aquel que
es la Palabra que acabamos de escuchar no habla de ello. Tampoco habla el relato del
nacimiento del santo evangelio según san Lucas que leíamos esta noche pasada,
aunque la referencia al pesebre podría sugerir la presencia de animales de establo (cf.
Lc 2, 7). Pero, como he dicho, hay una tradición muy constante de poner el buey y la
mula cerca del Niño. Y esta tradición tiene una base teológico-espiritual que constituye
toda una llamada a la fe en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Tenemos
que ir al inicio del libro de Isaías para encontrar el sentido de la presencia de estos dos
animales, el profeta dice: el buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño;
Israel no me conoce, mi pueblo no comprende (Is 1, 3). En otras palabras nos lo decía
el evangelista san Juan a propósito del Verbo: el mundo no la conoció ... los suyos no
la recibieron. Pero quienes se han abierto a la fe, evocados por el buey y por el asno
de la profecía, saben reconocer a su Señor, el Hijo único del Padre, lleno de gracia y
de verdad . Y lo saben reconocer en la pequeñez del hijo de María. El buey y la mula
del pesebre, pues, representan a la luz del profeta, a todos los que en cualquier parte
han acogido a Jesucristo y se han dejado iluminar por su Luz . Para nosotros, pues,
son una llamada a renovar la fe en el Hijo de Dios hecho hombre. Y por eso los
necesitamos en el pesebre, como un recuerdo, como una afirmación, como una
invitación a acoger y adorar el misterio de la encarnación.
El final del texto evangélico que nos ha cantado el diácono contemplaba la comunidad
de los creyentes en Jesucristo; los veía como participantes de la gracia y de la verdad
que él posee en plenitud. A quienes acogen a Jesús con fe, él les hace conocer la
forma de ser y de hacer de Dios en una relación íntima que pide la apertura del
corazón, la docilidad de la voluntad y la correspondencia del amor. Un amor a Dios
que, para que sea auténtico, hay que extender al prójimo. Para hacerlo concreto en
esta Navidad, os proponemos colaborar en la colecta que haremos al final de la
celebración, destinada a Cáritas, que ve como a medida que crece el impacto de la
crisis y para muchos se va haciendo crónica la pobreza, se multiplican de forma
dramáticamente creciente las peticiones de ayuda que recibe.
Hemos contemplado ante del Niño del pesebre el inicio del evangelio según san Juan.
Ahora al proclamar el Credo nos arrodillaremos para adorar, con más intensidad si
cabe en este año de la fe, el misterio de la humanidad del Hijo de Dios, la Palabra
eterna del Padre. Y luego nos centraremos en el altar. Aquel que "por obra del Espíritu
Santo se encarnó de la María, la Virgen", por obra del mismo Espíritu se hará
realmente presente en el Sacramento del Pan y del Vino. La realidad de Cristo, Dios y
hombre verdadero, proclamada en el Evangelio, y que de alguna manera queda
simbolizada en el pesebre, se hará presente y operante en la Eucaristía para que de
su plenitud recibamos gracia tras gracia .