II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Hagan lo que El les diga
JESÚS en las ALEGRÍAS y DELEITES HUMANOS
Juan 2, 1-11
Tres días más tarde se celebraba una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús
estaba allí. También fue invitado Jesús a la boda con sus discípulos. Sucedió que se
terminó el vino preparado para la boda, y se quedaron sin vino. Entonces la madre
de Jesús le dijo: "No tienen vino." Jesús le respondió: "Mujer, ¿por qué te metes en
mis asuntos? Aún no ha llegado mi hora." Pero su madre dijo a los sirvientes:
"Hagan lo que él les diga." Había allí seis recipientes de piedra, de los que usan los
judíos para sus purificaciones, de unos cien litros de capacidad cada uno. Jesús
dijo: "Llenen de agua esos recipientes." Y los llenaron hasta el borde. Les dijo:
”Saquen ahora y llévenle al mayordomo." Y ellos se lo llevaron. Después de probar
el agua convertida en vino, el mayordomo llamó al novio, pues no sabía de dónde
provenía, a pesar de que lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua. Y le
dijo: "Todo el mundo sirve al principio el vino mejor, y cuando ya todos han bebido
bastante, les dan el de menos calidad; pero tú has dejado el mejor vino para el
final."
comentario
Son incontables los matrimonios celebrados en la Iglesia que terminan en el
fracaso, porque no han acogido a Cristo como miembro principal de la familia, o lo
han excluido de ella. Han fundamentado la vida matrimonial en la arena movediza
del placer, de la comodidad, del dinero, de valores pasajeros…, olvidando los
valores imperecederos.
Jesús santifica con su presencia y acción las bodas de Caná, confirmando como
sagrado el matrimonio, con todo lo que supone, instituido por Dios mismo. Jesús
confiere valor de salvación a la unión conyugal, a los cantos, a la alegría, a la
música, al baile que la acompañan. Todo lo verdaderamente humano está abierto a
lo divino y a lo eterno.
La Iglesia de Jesús ha declarado el matrimonio como sacramento; o sea, un
acontecimiento de salvación eterna; una unión en el amor, - que incluye la ternura
física, obra de Dios -, en la fidelidad y en la felicidad, con destino a nuestra Familia
eterna, el Hogar de la Trinidad, origen, modelo y meta de toda familia. Amor que
no anhela ser eterno, no es amor, sino egoísmo.
Al celebrar el sacramento del matrimonio, los esposos acogen a Cristo como el
primer miembro de la familia, garantía de la perseverancia en el amor fiel, en el
camino de la salvación, en el perdón de las ofensas, paciencia, en las pruebas y
sufrimientos. María nos indica lo que debemos hacer: “Hagan lo que Él les diga”
(Jn, 2,5).
Dios está en nuestras penas, para transformarlas en fuente de felicidad y de vida
eterna. Pero también está en nuestras alegrías sanas para eternizarlas. Felices
quienes perciben su presencia y le hacen espacio en en sus hogares, en sus deseos,
sufrimientos y alegrías, en sus planes.
¿Por qué extrañarse de que sobrevengan tempestades fatales cuando la pareja, la
familia se olvida de Cristo, lo arrincona, lo excluye de su vida, del santuario
doméstico, del hogar?
Eso les pasó a los apóstoles cuando se fueron a pescar sin Jesús y sin orar: no
pescaron nada. Y también cuando las olas amenazaban acabar con ellos en
ausencia del Maestro. Pero todo terminó bien, porque acogieron a Jesús que los
salvó.
La pareja y la familia cristiana – unida a Cristo- tiene garantizada la presencia del
Resucitado por su palabra infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin
del mundo” (Mt 28, 20). Lo decisivo es que también la familia esté con Él todos los
días. La familia que ora unida, permanece unida y se salva unida.
Y cuando amenaza el peligro, lo llama a gritos, como los ap￳stoles: “¡Sálvanos,
Se￱or, que perecemos!”, (Mt 8, 25), que se hunde nuestra barca matrimonial y
familiar.
Con Cristo presente la pareja será feliz en la fecundidad natural, con la vida
engendrada para este mundo. Y hará realidad la fecundidad salvífica, que consiste
en engendrar a los hijos también para la vida eterna, mediante la fe, la oración, el
ejemplo, el amor a Dios y al prójimo, el sufrimiento ofrecido, la palabra y las obras
de bien.
Padre Jesús Álvarez, ssp