Solemnidad. La Natividad del Señor (25 de Diciembre)
Dios es niño, un niño es Dios
Homilía en la Misa de Nochebuena. Iglesia Catedral, 24 de diciembre de
2012.
El evangelio de la nochebuena se inicia registrando un dato que permite insertar el
hecho del nacimiento de Jesús en la gran historia de la humanidad. El orden
romano había alcanzado su esplendor con la paz duradera conseguida por el
emperador Augusto: esa circunstancia coincide con la plenitud del tiempo de la que
habla San Pablo (Gál. 4, 4), el punto de arribo de una larga y lenta preparación a
través de las edades. Apareció un decreto del César Augusto ordenando que se
realizara un censo en todo el mundo (Lc. 2, 1). La realización de aquel censo de
ambición universal –el mundo entero, la ecúmene, dice el texto de Lucas- sirvió en
el orden superior de la providencia divina para que José y María tuvieran que
trasladarse a Belén, para que allí naciera el Señor y se cumplieran así las profecías.
Hay una misteriosa relación entre la grandeza y la pequeñez, entre la amplitud
universal y lo singularmente concreto, tan concreto que pasa inadvertido. ¿Dónde
está lo verdaderamente grande, lo importante, lo decisivo para la historia de la
humanidad? El nacimiento del Mesías de Israel y redentor del mundo entero ocurrió
silenciosamente en la noche, en una gruta de las afueras de Belén, y los primeros
en recibir la noticia, convocados para verificarla, fueron unos pastores, gente por
entonces marginal y sospechosa. Pero ese fue el acontecimiento central y cimero de
la historia humana, el principio de una nueva concepción del hombre, de la vida, del
mundo. Así lo manifiesta y sostiene la fe cristiana.
Celebrar la Navidad es un acto de fe en Jesucristo, Dios hecho hombre, hecho
niño, que nos permite descubrir la verdadera grandeza, la dignidad suprema,
reconocer la apertura del mundo de los hombres al fundamento absoluto y
universal en la señal de un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un
pesebre . El infinito ha asumido una forma finita, aboliendo la distancia y
acercándose al hombre para reclamar su confianza y ofrecerle un acceso sencillo a
la intimidad divina, para conquistar su corazón.
Todo niño es un don, porque en el origen de su existencia está el Creador de
todas las cosas; por cierto su padre lo engendra y su madre lo concibe, pero
también es verdad que ambos lo reciben de Dios. El niño Jesús es el don máximo
en el que Dios se ha dado a los hombres. El niño que María dio a luz en la noche
que hoy recordamos es sólo de ella y de Dios; ella, la Virgen, no es un mero canal
por donde pasa el que viene del cielo, sino que le ha dado carne y sangre y es con
Dios fuente del niño que es Dios. El niño es el Hijo, en un sentido trascendente y
único del término, es el Unigénito del Padre eterno al que está unido en la unidad
del Espíritu Santo, de ese mismo Espíritu que descendió sobre María y la cubrió con
su sombra en el instante de la encarnación. Jesús, el niño del pesebre, es la
segunda Persona de la Santísima Trinidad, que está desde toda la eternidad en el
seno del Padre mirándolo cara a cara y que ahora se refugia en los brazos de la
Madre y a ella se confía. Su conciencia divina y eterna se abisma en el silencio de la
condición infantil y de este modo paradojal expresa la dignidad del hombre y lo que
éste vale a los ojos de Dios, lo que vale la vida de cada niño, de cada ser humano,
llamado a la comunión de vida con Dios. Dice el Evangelio que María dio a luz a su
Hijo primogénito , no porque tuviera luego otros hijos, sino porque Jesús es
el Primogénito de muchos hermanos (Rom. 8, 29), el Primogénito de toda la
creación (Col. 1, 15). Es el principio y protoparente de una nueva humanidad, en el
cual podemos ser hermanos, hijos de Dios.
Muchas veces, sobre todo en los siglos modernos, se ha proclamado la
aspiración a una fraternidad universal y se ha pretendido realizarla al margen de
Cristo, incluso contra Cristo y contra Dios. Ahora bien, esa fraternidad es
irrealizable si el hombre queda librado a su propio esfuerzo, al juego de sus
pasiones, el orgullo y el egoísmo, a la dialéctica del poder y la ambición; lo que
asegura la fraternidad es la relación al Primogénito, al Dios que se hizo niño y que
estableció que sólo quienes se hacen como niños pueden comprender y recibir el
Reino. Todo cambia, todo puede cambiar a partir de la fe en la Navidad del Señor y
en virtud de ella; hacia ella hay que dirigirse laboriosamente, con el trabajo de una
conversión, para percibir la actualidad siempre nueva de ese universal concreto, de
ese punto en el que recomienza la historia de los hombres. Como dijo el poeta
Gerardo Diego: novedad de novedades y toda novedad, la Navidad .
En el canto de los ángeles en la primera nochebuena, que hizo de coro al
mensaje dirigido a los pastores, resuenan dos nombres: la gloria y la paz. Más que
nombres son realidades inefables y las dos están estrecha y misteriosamente
ligadas. Son nombres divinos, realidades divinas. Hay que dar gloria a Dios porque
es lo que corresponde, ya que él es la Gloria, es decir, el peso de lo absolutamente
real; su gloria es la soberanía del que es y el esplendor de su bondad y de su
belleza. Él es asimismo la fuente de la paz, una paz que no se reduce a la ausencia
de guerra, sino que acumula la plenitud de los bienes, es la suprema felicidad del
hombre, el don plenario de la salvación. La afirmación de los ángeles asocia la
gloria y la paz. Actualmente leemos así el pasaje evangélico: ¡Gloria a Dios en las
alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por Él! La gente de mi generación
debe recordar una traducción diferente: paz a los hombres de buena voluntad.
Según esta vieja versión pareciera que la buena disposición del hombre es la
condición de la paz; ahora en cambio se indica más claramente que el amor que
Dios dispensa a los hombres es la fuente de esa paz que se proclama. El texto
original emplea un término griego, eudokía , que se refiere, sin duda, al beneplácito
divino, a su plan de salvación centrado en Cristo, en quien el Padre nos ha
mostrado su buena voluntad, su gracia y complacencia. La paz resulta de adherir a
ese proyecto divino aceptando a Cristo y recibiendo en él la aprobación del Padre.
No la recibimos sin el aporte de nuestra libertad, en la obediencia de la fe, en una
disponibilidad limpiamente infantil para la obediencia y la confianza. En Navidad
hacemos experiencia del abrazo de Dios, que atrae hacia él nuestra pobre
humanidad y la estrecha contra su corazón. La buena voluntad de Dios siempre
precede a la nuestra y la suscita.
Cada año, en esta noche, y en los días que seguirán, nuestra mirada se fija
en el Niño del pesebre. En esa mirada, la que es propia de la fe, se aquietan
nuestras inquietudes y se enternece nuestro amor; es un gesto de adoración y de
súplica: por nosotros, por las personas que nos son queridas, por los que no saben,
no quieren o no pueden experimentar la alegría serena de la Navidad. Súplica
también por esta sociedad argentina, peligrosamente fragmentada y siempre al
borde de la exasperación. Nuestra oración se dirige al Niño Jesús. San León Magno
justificaba así que podamos dirigirnos a él: aunque el estado de infancia, que el
Hijo de Dios asumió sin considerarlo impropio de su grandeza, se haya
transformado ya en estado de varón perfecto y aunque, una vez consumado el
triunfo de la pasión y resurrección, haya llegado a su fin todo lo que era propio del
estado de anonadamiento que el Señor aceptó por nosotros, sin embargo, la fiesta
de la Natividad renueva para nosotros los comienzos sagrados de la vida de Jesús,
nacido de la Virgen María, y al adorar el nacimiento de nuestro Salvador, se nos
invita a celebrar también nuestro propio nacimiento como cristianos . En cierto
modo, Jesús sigue siendo siempre niño, el Niño eterno del eterno Padre. Podemos
hablarle a él de niño a Niño, con toda confianza. Otro papa, más cercano a nosotros
en el tiempo, el beato Juan XXIII, sencillamente oraba así: Dulce Niño de Belén,
haz que comulguemos con toda nuestra alma en este profundo misterio de
Navidad. Pon en el corazón de los hombres esa paz que buscan, a veces de modo
tan violento, y que tú solo puedes dar. Ayúdales a conocerse mejor y a vivir
fraternalmente como hijos de un mismo Padre . Amén.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata