Solemnidad. La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María (8 de
Diciembre )
En honor a la Inmaculada
Diciembre de 2012.
A fines del siglo VII comenzó a celebrarse en Oriente la fiesta de la Concepción de
María, que se extendió luego, a través de la Italia meridional, a Inglaterra, Francia
y otros países occidentales. Entonces, la antigua creencia en la santidad original de
la Madre de Dios se planteó como problema teológico, con las discusiones
correspondientes. Se fue explicitando que se contenía de un modo implícito en la fe
eclesial y en las afirmaciones de los Santos Padres. Como en otros casos, la
celebración litúrgica, la fiesta cristiana y la devoción del pueblo fiel, determinaron el
desarrollo doctrinal y precedieron a la definición dogmática. Se cumplió así el
principio según el cual la regla de la oración, es decir, el modo como la Iglesia
expresa su fe en el culto litúrgico, determina lo que se debe creer, es una fuente
principal de la formulación de las verdades cristianas por el magisterio de papas y
concilios. Desde principios del siglo XVIII aquella fiesta se celebra en toda la
Iglesia, y en 1854 el beato Pío IX, siguiendo la huella de sus predecesores y
después de consultar al episcopado universal proclamó solemnemente que la
Inmaculada Concepción de María es una verdad revelada por Dios que todos los
católicos debemos creer.
Pero ¿qué significa exactamente Inmaculada Concepción de María? Esta
doctrina no se refiere al modo como María concibió a su Hijo –a saber,
virginalmente– sino a la situación original de ella misma; afirma que desde el
primer instante de su existencia personal ella fue la “llena de gracia”, preservada
del contagio del pecado y de las confusiones y estragos que son su ineluctable
consecuencia. El saludo tradicional, espa￱ol y criollo, lo dice sencillamente: “Ave
María purísima – sin pecado concebida”. Algunos Padres de la Iglesia la reconocían
hecha del barro puro e inmaculado, señalada a la vez como hija de Adán y distinta
de todos, dotada con el don de la primera creación de parte de Dios. Si queremos
hablar con propiedad, no se trata de la primera sino de la nueva creación; la
primera creación quedó atrás para siempre, como lo manifiesta plásticamente la
imagen del paraíso clausurado. En María se anticipa, como don gratuito del amor de
Dios, la nueva humanidad creada por la redención de Cristo, que es superación del
pecado. Todo en ella es gracia, regalo absoluto; fue colmada por un acto de
elección divina antes de poder hacer ella un acto meritorio. Es una realidad
ontológica, del orden del ser, previa a la virtud moral; conviene subrayar que la
calificaci￳n de “purísima” o de “inmaculada”, no proclama en primer lugar la
virginidad perpetua de la Madre de Dios, sino el fruto acabado de la redención
obrada por Cristo, una madurez de la existencia que no depende de la experiencia
del mal sino que se identifica con la inocencia total, una realización plena que cabe,
milagrosamente, en la más perfecta sencillez.
El privilegio de la Inmaculada no la aleja de nosotros, más bien a nosotros
nos acerca a ella; es un signo esperanzador que nos invita a tender hacia nuestro
fin desde la fuente de nuestro origen bautismal, desde nuestra condición cristiana.
Representa una imagen de lo que podemos llegar a ser, no en virtud de una
presunta bondad natural, como la que postulaba el optimismo naturalista de
Rousseau, sino por la gracia de la redención que libera del pecado, del original que
es un hábito de la naturaleza caída, y de los personales en los que se emperra
nuestra alma llena de pasiones, nuestra libertad desordenada. En un escrito breve y
extraño del Nuevo Testamento, la Carta de San Judas, se dice que Dios nuestro
Salvador puede preservarnos de toda caída y hacernos comparecer sin mancha y
con alegría en la presencia de su gloria. Esa esperanza nuestra se alza en el
estandarte de la Inmaculada.
El recuerdo de esta fiesta del 8 de diciembre, tan entrañable para los
católicos, me brinda la oportunidad de publicar mi repudio al atentado que se
perpetró en el Teatro Argentino durante la representaci￳n de “Pepita Jiménez”, la
ópera de Isaac Albéniz. Con toda razón lo llamo atentado, porque fue una agresión,
una ofensa contra la religión católica y expresamente contra la Virgen María. Una
crónica complaciente admitiría a lo sumo que la puesta en escena incluyó
momentos fuertes, audaces, provocativos. Digamos claramente que se trató de un
hecho abusivo, no autorizado por la novela de Juan Valera ni por la versión musical
de Albérniz, debido únicamente al resentimiento anticatólico del director de escena.
Para conocimiento del lector que no fue atraído por ese título menor del repertorio
lírico, explico que, entre otras felonías, se exhibió durante casi veinte minutos a
una mujer desnuda que representaba a la Virgen María. Alguien pensará que no se
debe cohibir la libre expresión artística, o que estoy propiciando aplicar alguna
forma de censura. Me pregunto qué hubiera sucedido, por ejemplo, si la obra
representada hubiera incluido una burla o injuria contra la fe judía o alguno de sus
signos religiosos más caros. Se me ocurre que, en rigor, nadie se hubiera atrevido a
tanto, y que en todo caso la comunidad judía habría protestado airadamente con
justa causa y yo la había acompañado en la protesta. Quizá hubiera actuado de
oficio la sucursal bonaerense del INADI. Pero en la Argentina de hoy sólo está
permitido discriminar a los católicos y se puede blasfemar impunemente. Las
autoridades responsables del desafuero le deben una disculpa a la Iglesia Católica,
y con ella el compromiso de que no volverá a ocurrir algo semejante. Está en juego
el derecho que nos asiste de no ver insultada nuestra fe, y mucho menos –si cabe–
por una institución oficial de la provincia. Que conste públicamente mi queja. Por el
honor de la Inmaculada.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata