Solemnidad. Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
Te adoro devotamente, Dios oculto
Homilía de la Solemnidad de Corpus Christi. Iglesia Catedral.
9 de junio de 2012.
Desde hace ya muchos siglos, concretamente desde el año 1264, la fiesta del Santísimo
Cuerpo y Sangre de Cristo es un día de gozo para los fieles católicos, para la Iglesia toda. Su
celebración comporta, ante todo, una profesión de fe; fue instituida, en efecto, para manifestar
la convicción de que nuestro Señor Jesucristo ha querido quedarse con nosotros en la
Eucaristía. En realidad, en cada celebración de la Misa de la cual participamos –los domingos o
cualquier día de la semana– expresamos nuestra fe en esa presencia real y misteriosa de
Jesús, lo mismo que cuando entramos a una iglesia y caemos de rodillas ante el sagrario. Pero
en la fiesta del Corpus nos detenemos especialmente en admirar y aclamar ese misterio y lo
presentamos al mundo llevándolo en procesión, exhibiendo en el Sacramento la prueba
máxima del amor de Dios. En la liturgia de este día la Iglesia nos instruye y nos exhorta con las
lecturas bíblicas y con las oraciones, y el esplendor de la solemnidad mueve nuestro corazón
para que apreciemos mejor el don que el Señor nos ha hecho y podamos y queramos vivir
eucarísticamente, en acción de gracias.
Cuando el Papa Urbano IV extendió a todo el orbe católico la fiesta de Corpus Christi, le
encargó a Tomás de Aquino componer los textos de la Misa y el Oficio correspondiente; varios
de esos textos se conservan en la liturgia actual, como la oración colecta y la secuencia Alaba,
Sión que se canta o recita después de la segunda lectura. Santo Tomás escribió también
una rima o poesía lírica para el momento de la elevación, cuando el sacerdote muestra a los
fieles, después de la consagración, el cuerpo y la sangre de Jesús. Comienza con las palabras
latinas adoro te devote , es decir: te adoro con toda mi devoción, entregándome a ti. Este
poema se sigue cantando actualmente en muchos lugares, sobre todo en el culto eucarístico
fuera de la misa; nosotros lo cantaremos al iniciarse desde aquí la procesión, y ustedes podrán
seguirlo en el original y en la traducción que se incluyen en la cartilla de los cantos. Me detengo
a comentar este texto que constituye una catequesis profunda y sencilla sobre la Eucaristía.
En el sacramento del altar adoramos al Dios oculto, latente, bajo las especies de pan y
vino. Especies significa en este caso representación, imagen exterior, símbolo de la realidad
que subyace a ellas; Santo Tomás las llama figuras . Como escuchamos en el Evangelio, Jesús
en la última cena convirtió el pan en su cuerpo y el vino en su sangre para alimentar a sus
discípulos de todos los tiempos. Ese mismo cambio ocurre en cada misa y se lo designa con
una palabra técnica: transubstanciación; quiere decir que el cambio eucarístico se verifica en lo
profundo, en la sustancia del pan y del vino, que pasan a ser el cuerpo y la sangre del Señor.
Del pan y del vino queda lo exterior, la apariencia: el color, el sabor, el olor. Por eso nuestros
sentidos: la vista, el gusto, el tacto se engañan en la Eucaristía, tanto al contemplar el
sacramento en la adoración cuanto al recibirlo en la comunión; no es lo que parece: parece pan
y vino, pero es el cuerpo y la sangre del Señor. Es la fe la potencia que nos permite reconocer
este misterio; al iluminar nuestra inteligencia la eleva a la comprensión de aquello que la
supera. La fe se apoya en la verdad que es Dios mismo y en su palabra. Como enseña San
Pablo, la fe entra por el oído, viene del oír (Rom. 10, 17), de la escucha de la palabra de Cristo.
No hay nada más verdadero que la palabra de aquel que dijo Yo soy la Verdad ; el mismo que
afirmó ser la verdad, dijo: esto es mi cuerpo, esta es mi sangre . Nosotros creemos en estas
palabras de Jesús pronunciadas por él en la última cena; creemos en lo que oímos en cada
misa cuando el sacerdote, representando personalmente a Jesús y haciendo sus veces,
pronuncia aquellas mismas palabras. Al creer en la presencia de Cristo en la Eucaristía nuestra
razón adhiere a lo que oye, a la palabra de Dios, afirma que eso es verdad, pero puede hacerlo
porque la gracia mueve nuestra voluntad, atrae suavemente a nuestro corazón; al afirmar la
verdad de la Eucaristía nuestro corazón se rinde, se subyuga y sujeta con gusto. Nuestro
corazón, es decir, el centro personal de nuestro ser, contempla con la mirada de la fe este
misterio admirable y se abandona a él, se entrega en un acto de amor. No se puede pensar en
esto que Cristo hizo para quedarse con nosotros y ser nuestro alimento sin devolverle amor por
amor.
La bella oración que estamos comentando evoca dos escenas evangélicas que
corresponden al relato de la pasión y resurrección de Jesús. La primera es la confesión de fe
del buen ladrón. En el crucificado él sólo podía ver a un hombre padeciendo un suplicio atroz;
no aparecía en absoluto su divinidad sino todo lo contrario. Sin embargo, en esas condiciones
reconoció a Jesús como el Rey Mesías y podríamos pensar que implícitamente lo reconocía
también como Dios al encomendarse a él con el deseo de participar del Reino. En la Eucaristía
el ocultamiento de Cristo es aún mayor, ya que también se oculta su humanidad. Al profesar la
fe eucarística confesamos que bajo las apariencias de pan y vino está realmente Jesús,
verdadero Dios y verdadero hombre. A nosotros se nos invita a hacer propia la plegaria del
buen ladrón: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino (Lc. 23, 42).
La segunda escena es la que registra el Evangelio de Juan y que muestra al apóstol
Tomás resistiéndose a creer en la resurrección de Jesús. Tomás no aceptó el testimonio de los
demás apóstoles que vieron al Señor resucitado; para creer exigió ver y tocar las señales de la
pasión. Al presentarse ante el apóstol incrédulo, Jesús determinó el estatuto propio del
conocimiento que nos brinda la fe: su objeto es algo que no se ve. También en esa ocasión, el
Señor proclamó la bienaventuranza del creyente, que nos concierne a todos nosotros: ¡ Felices
los que creen sin haber visto ! (Jn. 20, 29). Nosotros no vimos, no vemos los estigmas de la
pasión en el cuerpo del Resucitado, pero lo reconocemos verdaderamente presente en el
sacramento, y ante él repetimos la tardía confesión de Tomás: ¡ Señor mío y Dios mío ! (Jn. 20,
28). Lo hacemos con profunda humildad, pidiendo de corazón que el Señor aumente nuestra
fe, nuestra esperanza y nuestro amor.
A la eucaristía se la llama memorial de la muerte del Señor, y también Pan vivo que da la
vida al hombre; en esas expresiones se resume toda la teología eucarística. Memorial de la
muerte de Cristo significa que es el sacramento del sacrificio de la cruz, el cual se hace
presente en la celebración de la misa. San Gregorio Magno lo expresaba en términos
fuertemente realistas: aunque Cristo, resucitado de entre los muertos ya no muere más, y la
muerte no tiene ya señorío sobre él, no obstante –viviendo en sí mismo inmortal e
incorruptible– se inmola de nuevo por nosotros en este misterio de su santa oblación. En ella se
recibe su cuerpo, en ella se reparte su carne para la salvación del pueblo y es derramada su
sangre, no ya por las manos de los infieles, sino en la boca de los fieles. Reflexionemos, pues,
acerca de qué es este sacrificio que por el perdón de los pecados imita siempre la pasión del
Hijo unigénito .
La Eucaristía es asimismo el Pan vivo bajado del cielo, el alimento sobrenatural que nos
comunica la vida divina. El pan eucarístico es el cuerpo del Verbo de Dios y el cáliz consagrado
es la sangre de la Verdad. Por eso, al comerlo nos incorporamos a Cristo, nos transformamos a
su imagen; la vida que se nos da en la comunión sacramental es la vida de Dios, nos
hacemos partícipes de la naturaleza divina (2 Pe. 1, 4). Además, en el contacto eucarístico con
Cristo se halla el perfecto gusto espiritual, la verdadera alegría. La tradición de la Iglesia
encomia de múltiples maneras el deleite que provoca el alimento de esa mesa que el Señor
prepara a sus discípulos. La fiesta de Corpus Christi aviva nuestro deseo de percibir cada vez
mejor el sabor de la presencia de Jesús y de nuestra unión con él.
En el Adoro te devote se lo llama a Jesús bondadoso pelícano. Esta ave alimenta a sus
crías con la comida que almacena en una especie de bolsa que se encuentra en la mandíbula
inferior de su pico. El modo como la abre ha ocasionado la fábula de que se abría el pecho con
el pico para alimentar a los hijos con su sangre. En la antigüedad se consideraba esto un dato
cierto y al pelícano un símbolo del amor maternal. En la Edad Media se aceptó la leyenda y se
hizo del pelícano un símbolo eucarístico: representa a Cristo sacrificándose por nosotros para
purificarnos y alimentarnos de su propia sustancia. De allí la invocación: a mí, que soy impuro,
purifícame con tu sangre, ya que una sola gota de ella puede lavar al universo de todos sus
crímenes . La Eucaristía incluye una acción purificadora, y así lo afirman numerosas oraciones
litúrgicas: en virtud de ella somos expiados, limpiados, expurgados, sanados; en este
sacramento se afianza el perdón de los pecados que se obtiene en la penitencia. La confesión
y la absolución del sacerdote son necesarias para una participación digna y fructuosa del
Cuerpo y sangre del Señor, pero en la comunión eucarística se hace perfecta la reconciliación
con Dios. Además, en la comunión recibimos una gracia de fortaleza que nos sostiene en las
tentaciones y nos capacita para sustraernos al contagio de los errores y vicios del mundo.
La última estrofa de la hermosa rima de Santo Tomás relaciona la contemplación
eucarística con el cumplimiento final de nuestro destino y de la historia de la salvación. Ahora
vemos a Cristo bajo los velos del sacramento, bajo los cuales lo reconoce nuestra fe; esta
contemplación nos hace desear la visión cara a cara que será nuestra felicidad eterna en el
cielo. La Eucaristía anticipa aquí en la tierra la bienaventuranza futura; la comunión con Cristo
es un pregusto de la gloria que esperamos alcanzar. Pero también nos prepara y ayuda a
conseguirla; durante nuestra peregrinación terrena va operando en nosotros con una acción
cada vez más penetrante y transformadora. El viático, alimento de los caminantes, nos acerca
día a día a la patria, enciende nuestra aspiración, acrecienta nuestra sed de la unión plena con
Dios. Los primeros cristianos experimentaban ese deseo ardiente al celebrar la cena del
Señor: que venga la gracia y pase este mundo. Maranatha! Ven, Señor Jesús (Didajé X, 6).
La solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo no nos recluye en los límites del templo;
nos mueve a hacer público nuestro testimonio de fe llevando en procesión al Santísimo. La
intención de la Iglesia es que la presencia sacramental del Señor exorcice y bendiga a la
ciudad, a la sociedad, al mundo; que la gracia secreta de la Eucaristía alcance los corazones
de los hombres y mujeres de hoy y los convierta, los pliegue dulcemente a la verdad y el amor
de Dios. Es fácil comprender el sentido y el valor de este gesto de la procesión de Corpus en la
actualidad de la Argentina, y del mundo. Al aclamar a Cristo en la Eucaristía proclamamos su
verdad y su amor y adherimos a estos atributos divinos con la súplica de que disipen el error y
el odio que pugnan por imponerse de manera prepotente, devastadora, criminal. La presencia
inerme del Señor en su sacramento guarda una misteriosa armonía con nuestra pobreza de
toda clase de recursos, nuestra incapacidad y pequeñez. Esta circunstancia, lejos de
acomplejarnos nos afirma, entusiasma y enardece, potencia en nosotros una confiada libertad.
En este gesto de pasear el Corpus por el centro de una ciudad indiferente, desafiando el frío de
un prematuro invierno, se incluye un deseo misionero y evangelizador, un propósito de
coherencia eucarística para proclamar sin miedo, con la palabra y con la vida, la primacía de la
verdad y la fuerza redentora del amor, dones de los cuales somos inmerecidos portadores.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata