II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C
LA MADRE DE FAMILIA, SEÑORA DE LA CASA
Padre Pedrojosé Ynaraja
Nos lo cuenta Juan, el más joven de los discípulos de Jesús. Era hermano menor de
Santiago y, según recuerdan por tierras del Norte del país, este había nacido en
Jaffa de Galilea, una aldea pegada a Nazaret. Si el hermano mayor nació allí, no es
extraño suponer que el menor, Juan, fuera también oriundo de la misma casa. Caná
está a unos 10Km, de manera que pese a que joven espabilado como era, se
desplazara al sur tal vez a vivir, luego a escuchar al Bautista y se identificara con él
y con lo que decía.
Sentiría cierta pena al dejarlo posteriormente, para seguir, de acuerdo con lo que le
indicaba, a Jesús. Desde el principio nació un desbordante entusiasmo por el
Maestro de manera que en la fiesta que nos cuenta, se sentiría muy a gusto con Él
y con sus antiguos vecinos.
El matrimonio es un estado de vida. Un compromiso personal, esta es una de sus
grandezas (me gusta repetir que el ser humano, es el único animal capaz de
comprometerse). Pero también supone para bien, cambios de vida individual y
social, de aquí que, desde antiguo el inicio de la mudanza, se celebra con una gran
fiesta. No una solemnidad circunscrita al ámbito familiar, sino extendida a vecinos y
amigos. Y amigos de los amigos.
Por lo que me cuentan de las bodas de hoy y por lo que he estudiado respecto al
matrimonio de aquellos tiempos, existen grandes diferencias. Se iniciaba con el
compromiso personal en el seno familiar. Aquello era semilla que germinaba e iba
creciendo en el amor, mientras aumentaba el conocimiento mutuo, estimulado por
el trato amoroso. Dedicaban su tiempo desde entonces a preparar los útiles de la
mansión. Se procurarían una casita, la mujer aportaría el molino de harina, el telar
vertical y la ropa indispensable. Aderezaría él marido la estancia, aportaría
elementales herramientas, adquiriría un asno y un terreno para cultivar y recoger
algún fruto de la tierra. Llegada la maduración de los sentimientos, completado lo
esencial para la vida en común, anunciarían la celebración. La boda, pues, resultaba
ser ceremonia y fiesta, bastante separada del momento del matrimonio. Eran
momentos alegres, festivos y sencillos. Tanta era su grandeza, que exigía unos
cuantos días de dedicación.
La chica, o esposa, o amada, como queráis llamarla, acudía con sus amigas. Era
fiesta de luz, de aquí que se proveyeran de antorchas que quemaban aceite, como
se recuerda en una parábola. El chico invitaba a sus amigos. Uno de ellos tendría
especial protagonismo, es el que “arrebataba” al novio, como menciona recordando
y enseñando, unos dichos del Señor.
Se come, se bebe, se canta y se baila. Sin dejar que ciertos invitados, ellos y ellas,
aprovecharan la convivencia para comentarios y murmuraciones. No puede faltar el
vino, como no faltará el pan tampoco. Son esenciales en toda convivencia
mediterránea.
Dentro de la sencillez la preparación era compleja. No se podía improvisar, era
preciso proveerse de todo lo necesario. A la boda a la que había sido invitada María
se le añadió su Hijo y sus amigos. Las fiestas de allí, aun ahora, están abiertas a
todo el mundo. Os lo digo, mis queridos jóvenes lectores, por experiencia. Os lo
conté otro día, pero lo volveré a repetir. Estando en Nazaret, un amigo franciscano,
me invitó a acompañarle a la celebración de los 25 años de matrimonio de unos
amigos, precisamente en Caná de Galilea. Cuando llegué a nadie le extrañó. Se
preocuparon únicamente de encontrarme alguien con quien pudiera entenderme, ya
que, evidentemente, la lengua común era el árabe, totalmente desconocida para
mí.
Vuelvo al relato evangélico de la misa de este domingo. Los organizadores
calcularon mal y, en plena fiesta se les acababa el vino, que, como os he
recordado, era esencial en todo banquete. En medio del bullicio, nadie se entera,
excepción hecha de María. No escurrió el bulto, se sintió responsable. Quería
colaborar a la felicidad de la pareja, que no debía quedar en mal lugar, y a la de los
asistentes. Era madre del único capaz de solucionar el contratiempo. Lo buscó y se
lo dijo. Sabría ella muchas cosas de su Hijo, ya que todo lo que observaba lo
guardaba en su corazón, como repite dos veces el evangelio de Lucas. Lo sabría
también porque el chiquillo primero, el joven después y el adulto, que fue Jesús, le
habría confiado mucho de lo que había recibido de su Padre.
El joven Juan, que en aquella tierra se sentiría a gusto, que conocería a todo el
mundo y que, sobre todo, estaba encantado de ser amigo del Señor, observaba sus
movimientos y sus contactos, así que pudo contar con detalle lo ocurrido. Lo
habréis escuchado cuando en misa se ha proclamado el evangelio y no hace falta
que os lo repita. Quiero solo recalcar algún detalle. Quien hace el milagro es Jesús,
lo efectúa a instancias de su Madre. Adelanta su hora, la de su etapa apostólica,
como escucharía Juan que el Maestro a Ella le advertía. Seguramente que en aquel
instante nadie se enteraría, ni el mismo “maître” se dio cuenta de cómo lo hizo.
Discretamente se aleja Él después con sus amigos. El prodigio se divulga más
tarde. El matrimonio se llevaría la gran sorpresa y, lamentando su error de cálculo,
se sentirían agradecidos al que les había salvado de un gran apuro. Darían las
gracias a su Madre. Ella aquel día se sentiría muy feliz de que se enteraran de la
grandeza, poder, delicadeza y generosidad de su Hijo. Se consideraría
enormemente satisfecha de haber dicho que sí a Gabriel. Volverían a brotar de sus
labios, palabras semejantes al Magníficat que había improvisado ante Isabel. Se iría
a dormir muy satisfecha. El valor y valer de un hijo, satisfacen a su madre.
A nosotros con frecuencia nos faltan cosas, nos sentimos o estamos desamparados.
Desearíamos ayuda que no nos atrevemos a pedir o que ni siquiera sabemos que
nos la puedan conceder. María también está atenta a nuestra vera. Dejemos que
nos acompañe, para que compruebe que nos falta valentía, fuerza de voluntad,
generosidad. Sintámonos a su lado como bebés desnudos en sus rodillas, como nos
tuvo tantas veces nuestra madre biológica y nos lavó, nos vistió, nos consoló.
Ahora, mis queridos jóvenes lectores, no será jabón, toalla, ni suave tela que nos
envuelva de lo que tengamos necesidad. Seguramente que de lo que carecemos,
solo Dios nos lo puede otorgar y Ella conseguir.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora… Si nos dejamos
ayudar, se sentirá Ella feliz y la compañía del Cielo la felicitarán, como lo harían las
vecinas del Nazaret de entonces. Ayudarnos es su gozo. Y nuestro provecho.
Ninguna de las dos cosas debemos olvidar.