DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO
Homilía del P. Bonifacio Tordera, monje de Montserrat
18 de julio de 2010
La hospitalidad es, verdaderamente, un comportamiento cristiano. Basta leer los
escritos apostólicos para confirmarlo. Todos la recomiendan. Pero hoy, la práctica ha
evolucionado, ha cambiado radicalmente. No comprendemos ya la actitud de Abrahán
que llega casi a forzar a unos desconocidos a dejarse acoger. Quizás todavía esta
práctica se estila en Oriente y África, donde la hospitalidad tiene un carácter
sagrado. Y es que el huésped lleva en sí un gran misterio. De hecho, Abrahán, sin
saberlo, hospedó a Dios y, en recompensa, éste le prometió que tendría un hijo.
Con todo, hoy todavía practicamos la hospitalidad, ya sea con familiares, amigos,
compañeros de trabajo o de grupo, vecinos... Con todos ellos, sin embargo, nos atan
motivos de afinidad. El problema es con qué disposiciones los acogemos, si los
recibimos como cristianos que somos.
Y es aquí donde el Evangelio de hoy nos da su enseñanza. Se trata de acoger no sólo
materialmente, sino buscando algo más. Cada invitado, cada huésped lleva un
misterio que es mucho más que su presencia física.
Marta se desvivía por atender a Jesús, podríamos decir que atendía sus necesidades
corporales. Y protesta porque María no le ayudaba... Ésta, en cambio, sentada a los
pies de Jesús, le escuchaba atentamente. ¿Le daba algo María? Sí, su atención, su
apertura, su deseo de escuchar al Maestro. Pero, por encima de todo, "recibía". ¿Y
qué más quería Jesús, que ser escuchado? "He venido a prender fuego en el mundo:
¡y ojalá estuviera ya ardiendo!". Porque su deseo era el de implantar el Reino de Dios
y cuando alguien lo acogía bien dispuesto, él disfrutaba. De ahí que conteste a Marta:
"andas inquieta y nerviosa con tantas cosas: sólo una es necesaria. María ha escogido
la parte mejor, y no se la quitarán". ¿Rechaza las atenciones de Marta? Yo creo que
no. Recordemos el caso de los discípulos cuando vuelven de comprar víveres y
encuentran a Jesús hablando con la mujer samaritana. Les dice, cuando le ofrecen
comida: "Yo tengo por comida un alimento que vosotros no conocéis...: mi alimento es
hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra ... Los campos ya están
dorados para la siega". Igualmente, cuando la madre y los hermanos quieren verlo y él
se encuentra rodeado por discípulos que le escuchan, dice: "Estos son mi madre y mis
hermanos". Y es que Jesús había venido para esta misión: anunciar el Reino de Dios,
multiplicar sus discípulos. La misión de Jesús era dar, como Dios que era: dar su
enseñanza, la Palabra del Padre y, finalmente, la propia vida. Porque Dios es amor,
esencia del amor es derramarse. El gozo de Dios es ser acogido, ser escuchado, ser
recibido cordialmente, ser amado. Por eso es una gran tristeza oír decir a cristianos
que van a misa sólo cuando tienen ganas. No han comprendido nada del don de la
Eucaristía. Porque no son ellos quienes cumplen un deber, sino que es Dios quien los
quiere enriquecer con su vida. "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida
eterna". Esto no es ninguna obligación, sino una gran dignidad que tenemos los
cristianos.
Y eso, aplicándolo a la relación entre creyentes deberíamos creer que cada persona
es portadora de dimensión divina, y que quiere ser escuchada y acogida. Entonces,
quizá no murmuraríamos, como dice San Pedro, al acoger las visitas. Y Dios se nos
manifestaría. No rechacemos, pues, la visita de Dios, que se acerca a nosotros en los
hermanos.