DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Bonifacio Tordera, monje de Montserrat
17 de enero de 2010
La luz que disipó la oscuridad de la noche de Navidad y que atrajo a unos magos
extranjeros al pueblo judío, y que fue proclamada por el Padre en el bautismo de
Jesús en el Jordán, hoy comienza a emitir luz propia en una boda en Caná de Galilea:
"manifestó su gloria" hemos oído en el Evangelio.
Hoy es el mismo Hijo quien comienza a manifestar su personalidad públicamente,
empieza siquiera a revelar su gloria a sus discípulos "y creció la fe de sus discípulos
en él". Ya es bien significativo que en el relato no se mencione ninguna expresión de
fe a raíz del cambio extraordinario del agua en vino. Y no fue poca cantidad: unos 500
litros, las 6 tinajas llenas que los judíos destinaban a sus purificaciones rituales. Y es
que el evangelista sólo tiene una intención: hacer ver cómo crecía la fe de los
discípulos.
En aquellas bodas, donde ya estaba su madre, Jesús también fue invitado junto con
sus discípulos que el evangelista supone que ya han sido conquistados por las
palabras de Jesús, pero que no le han visto hacer ningún signo, es decir, ninguna
señal indicativa de su divinidad. En el Evangelio se cuentan siete signos: 3 que tienen
su paralelo con otros narrados también por los evangelios sinópticos, y otros 3
similares, pero con rasgos muy distintivos de Juan. En cambio, este primer signo es
totalmente propio del Evangelio de Juan. Tengamos presente que los signos son
contados por el evangelista "a fin de que creyéramos, y creyendo tengamos vida
eterna en su nombre". Hemos, pues, de leer este signo con esta finalidad.
Es muy significativo que Jesús haga su primer signo en ocasión de una fiesta de
matrimonio. Quiere decir que él no era el asceta que vive y predica en el desierto, sino
que viene a transformar la vida humana desde su interior. Venía a fundirse en ella
como la levadura en la masa. Esta celebración duraba 7 días.
Fue su madre que, como mujer buena observadora, se da cuenta de la falta de vino. Y
eso quería decir que si faltaba se acababa la fiesta: "No tienen vino", le dice
simplemente a su Hijo. "Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora", le responde el
Hijo. La respuesta es realmente negativa, evasiva, desconcertante. Pero también
cargada de evocaciones, de significados. Con todo, parece que, por la reacción de
María, no era tan negativa. "Haced lo que él diga", les dice a los sirvientes. Y así
provocó que Jesús hiciera su primer milagro.
Con su respuesta, Jesús quería subrayar que en las cosas del Padre, él es totalmente
libre, independiente, y la madre no tiene nada que ver. Y que había que relacionar
aquel momento con la hora de su máxima glorificación en la pasión, muerte y
resurrección: su hora. De hecho, al pie de la cruz recibirá María la extraña
denominación de "mujer" para hacerla protectora de su hijo adoptivo Juan.
María es evocada por Jesús como la mujer del Apocalipsis que a su vez tiene como
telón de fondo la escena de Eva, la mujer del libro del Génesis. La mujer del
Apocalipsis da a luz un hijo que es atacado por la antigua serpiente, Satanás, pero
este hijo es arrebatado al cielo, mientras la mujer sigue en la tierra protegiendo a los
seguidores de su hijo, Jesús. Por otra parte, Jesús transforma una gran cantidad de
agua en vino generoso, el mejor, que evoca la abundancia de vino de los últimos
tiempos anunciada por los profetas. Jesús también dará el vino de su sangre
derramada por todos en su hora, la última cena y, en la cruz, brotará de su costado
sangre y agua. Parece claro, pues, que Jesús quiere evocar con su signo, el anticipo
de lo que realizará en su hora definitiva: la hora de su entrega, de su alianza nueva y
eterna con la Humanidad, con su muerte y resurrección, su máxima glorificación.
El jefe de servicio dice bien: "has guardado el vino bueno hasta ahora". Un vino que en
el final glorioso de la vida de Jesús transformará las tradiciones judías (el agua ritual)
en el vino nuevo que hay que guardar en odres nuevos, pues, de lo contrario podría
reventar los viejos. Es la novedad del Evangelio. Lo viejo ha pasado, todo es nuevo.
Evidentemente que todo esto no lo vieron los discípulos en aquel momento. Ni
tampoco nosotros: Pero lo creemos. Debemos decir lo mismo: no hemos visto, pero
por el testimonio de los apóstoles y de la Iglesia creemos y amamos a Aquel que ha
dado su vida por nosotros. Vida en la que ahora participamos en la celebración de la
Eucaristía. Vida que es su Espíritu que quiere actuar en cada uno de nosotros sus
carismas para construcción de su cuerpo, que es la Iglesia. Dios nos ha amado como
un novio está contento de tener la novia, ha querido unir cielo y tierra en Cristo. No le
seamos ingratos. Dejemos que se sirva de nosotros para gloria de su
Nombre. Continuemos en la tierra la obra que Cristo dejó comenzada al subir hacia el
cielo.