DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Carles Gri, monje de Montserrat
7 de noviembre de 2010
2Mac 7,1-2. 9-14 / 2Tes 2,16-3,5 / Lc 20,27-38
Queridos hermanos y hermanas: los saduceos eran la clase ilustrada de Israel.
Pretendían saber muchas cosas y fácilmente ridiculizaban y despreciaban la fe de los
sencillos y los pobres. Ahora, se acercan a Jesús para desacreditar la esperanza en la
resurrección. Lo hacen a partir de un precepto de la Ley, según el cual, si un hombre
casado moría sin hijos, el hermano, o el pariente más próximo, del difunto debía tomar
por esposa la viuda del finado. Con esta disposición, se buscaba la continuidad del
nombre de la familia y la permanencia de los bienes patrimoniales dentro del abrigo
del propio clan. Por ello, el primer hijo del nuevo matrimonio era considerado como hijo
adoptivo y heredero del primer marido (Dt 25,5-10).
Jesús no se deja atrapar por la argucia de los saduceos. Su respuesta es clara, nítida
y contundente. La expone en dos puntos. En el primero, les hace ver que iban errados
imaginando la vida en la resurrección como una continuación literal de la vida
presente. El Maestro se vale de una creencia popular para hacerles ver su error. En
efecto, era una tradición del pueblo que Dios no había dado esposas a los ángeles,
porque estos no morían y, por tanto, no necesitaban de una descendencia. De manera
similar, argumenta Jesús, pasará con nosotros ya que, en la Resurrección, seremos
como los ángeles, entonces, es absurdo querer hablar de bodas, maridos y esposas.
Dios lo será todo en todos, reuniéndonos, así, en una única familia, que tendrá un solo
corazón y una sola alma.
En el segundo punto, Jesús les hace ver su error valiéndose de un texto sacado de los
únicos libros que los saduceos admitían como Escritura de plena autoridad. Se trata
de aquel pasaje del libro del Éxodo donde Dios se llama Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob (Ex 3,6). Cuando Dios se denomina de esta manera, hablando con Moisés,
ya hace años y siglos que estos patriarcas han muerto. Pero Dios los considera
vivientes. De hecho, no han muerto, él los conserva en su luz y en su corazón.
Hermanas, hermanos: este misterio de la resurrección, es decir: de nuestra
participación en la vida eterna, debemos comprenderlo en el ámbito del amor. Sólo
hay una manera genuina de amar y es hacerlo totalmente y para siempre. Por ello,
Dios, el eterno, el inmortal, el siempre joven , en expresión de Bernanos, cuando inicia
una relación de amor con el hombre, ya no quiere, ni puede, romperla nunca más.
Abraham, Isaac, Jacob -nuestros padres en la fe- fueron los amigos de Dios. Pasaron
ciertamente por la puerta de la muerte, pero, ésta les abrió una comunión plena, un
amor indefectible y eterno. Jesús, el Maestro, cuando pronunciaba estas palabras,
sabía que debía morir en el día del Viernes Santo; pero, también sabía que este día
amargo era solamente la aurora tenebrosa del luminoso mañana de Pascua. En
Cristo, pues, el misterio de la resurrección y de la vida eterna se mostró con toda su
fuerza y con todo su fulgor. Por ello, nosotros, cristianos, podemos proclamar la
victoria de la vida y de la comunión sobre la muerte y la soledad. El destino del hombre
no es el absurdo angustioso de la nada, sino la plenitud de sentido de una comunión
amorosa sin ocaso, ni fin.