DOMINGO XII DURANTE EL AÑO
Homilía del P. Carlos M. Gri, monje de Montserrat
20 de junio de 2010
Zac 12, 10-11 / Gal 3, 26-29 / Lc 9,18-24
Queridos hermanos, queridas hermanas:
Los apóstoles han seguido a Jesús. Han sido testigos de sus enseñanzas y de sus
milagros. Pero aún no habían penetrado el misterio profundo de su persona y de su
misión. El Señor, pues, los emplaza perentoriamente: Y vosotros, ¿quién decís que
soy yo? Esta pregunta incisiva y directa les obliga a definirse frente a su
Maestro. Pedro, inspirado por el Espíritu, declara el ser y la misión de Jesús: él es el
Mesías de Dios.
En un segundo paso, el Maestro manifiesta cuál es el rostro auténtico de este Mesías.
Negativamente, no es un político influyente, ni un caudillo conquistador, ni un
gobernante prepotente y orgulloso. Él, Jesús, el Mesías del Señor, es un siervo
humilde, benevolente, empapado de un amor oblativo que lo hace capaz de dar la vida
en favor de los mismos que le persiguen. En otras palabras, es el "Hijo del hombre"
anunciado por los profetas, que con sus heridas cura el pecado, aniquila la lejanía de
Dios y abre el horizonte luminoso de la vida eterna.
Dando ahora un tercer paso, Jesús hace ver a los discípulos que esta descripción del
auténtico rostro del Mesías también debe ser el rostro de todo aquel que se quiera
poner a seguirlo. Lo dice con claridad: El que quiera seguirme, que se niegue a si
mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su
vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.
El Maestro, pues, habla directamente, seriamente, gravemente. Ser discípulo es algo
que exige una comunión de sentimiento, de vida y de destino. El cristiano, por el
bautismo, está inmerso profundamente en el misterio pascual de muerte y de
resurrección de su Maestro y Salvador. Esto implica una fe viva y operante que
transforme la existencia individual y comunitaria del creyente. Se trata de crear el
hombre nuevo capaz de morir al egoísmo y resucitar al amor, capaz de vencer las
tinieblas de la mentira y de obrar a la luz de la verdad, capaz, en una palabra, de
encarnar en su tiempo y en su circunstancia la vida gozosa y feliz de las
bienaventuranzas proclamadas y vividas por Jesús, su Maestro y Salvador.
La eucaristía es precisamente la actualización aquí y ahora de esta comunión de vida
y de amor con Cristo. Su eficacia, sin embargo, viene condicionada por nuestra
libertad. Pidamos, pues, al Espíritu vivificador que fortalezca nuestra debilidad para
poder convertirnos en los heraldos válidos y coherentes de un mundo configurado a la
imagen y a la semejanza de Cristo, triunfador del pecado y de la muerte.
¡Que así sea!