Comentario al evangelio del Domingo 27 de Enero del 2013
Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír
Jesús no es simplemente un profeta más, tal
vez el más grande de todos ellos. Tampoco es sólo un maestro de moralidad y religión, si bien el más
excelso que haya habido nunca. No es sólo profeta o maestro, porque Jesús no se limita a actualizar,
reforzar o renovar las promesas de una salvación futura, ni a exponer una doctrina religiosa y moral
más elevada. Aunque sea posible encontrar en la persona, la doctrina y las obras de Jesús elementos
propios del profetismo y de la enseñanza rabínica, Jesús se distingue de unos y otros porque en él se
realizan y hacen verdad las promesas que Dios hizo a su pueblo por medio de los profetas; y su
doctrina no es un sistema de ideas y valores, sino que él la encarna en su propia persona.
De ahí que la explicación que Jesús da del texto de Isaías, leído en la sinagoga de Nazaret, se limite al
anuncio solemne de que esa profecía “se cumple hoy”. En Jesús se hace presente el Reino de Dios, en
su persona Dios cumple su palabra y realiza la salvación. No se trata de un mero “hoy” cronológico,
aunque también: Jesús anuncia la inauguración de un tiempo nuevo en el que la salvación y la
presencia de Dios no son ya objeto de una vaga esperanza futura, sino que se pueden gustar en el
presente y en primera persona. El Ungido del Señor ya ha venido y podemos encontrarnos con él; la
Buena Noticia de la salvación, la libertad, la curación y la gracia está ya entre nosotros. La
proclamación de este “hoy” se realiza en Nazaret, “donde se había criado”. Quiere decir que, no sólo
no hay que seguir esperando, sino que tampoco hay que irse lejos, emigrar a países exóticos en busca
de maestros de ciencias arcanas. Es en el tiempo y el lugar en el que vive cada uno, en las
circunstancias en las que nos encontramos, en las que podemos encontrarnos con el hombre que es
Cristo, el Mesías esperado, podemos ya escuchar la alegre noticia que nos enriquece, sentirnos
liberados de toda servidumbre, empezar a ver la vida y el mundo con ojos nuevos, experimentar la
gracia, el don gratuito de Dios.
Ahora bien, no es difícil alzar graves objeciones contra este mensaje, que puede sonar en exceso
optimista. ¿Cómo anunciar este “hoy” y esta noticia buena a todos aquellos que sufren la enfermedad,
la injusticia, la pobreza, en una palabra, el mal en alguna de sus casi infinitas versiones? ¿Cómo
pueden entenderla ellos? ¿Qué quería decir Jesús en la sinagoga de su pueblo y nos está diciendo a
nosotros “hoy”?
Es preciso comprender que las palabras que Jesús pronuncia en la sinagoga de Nazaret son el comienzo
de su ministerio, no el final del mismo. No es un punto final, un final feliz tras el que se cierra el telón
de la historia, como concluyen los cuentos. Se trata, más bien, de un punto de partida. Jesús nos dice:
“ya he venido, ya estoy con vosotros, entre vosotros”. Y se trata del comienzo de un camino, de un
camino humano, de nuestro camino. Dios, en el hijo del Hombre, se ha introducido en nuestra historia
para caminar con nosotros, para hacerse él mismo camino por el que podamos transitar por este mundo
concreto, en el que hay dolor, mal, injusticia, sufrimiento. No ha venido a mostrarnos atajos que nos
eviten esos lados negativos de la vida, sino a atravesarlos a nuestro lado, acompañándonos, dando
sentido a esa negatividad, mostrándonos que, pese a todo, nuestra vida tiene sentido, esto es, que
nuestro camino tiene una meta: no caminamos “a ninguna parte”, sino que Jesús, que camina con
nosotros y él mismo se hace Camino, nos guía a la meta, la casa del Padre.
Jesús asume y hace suyas las dificultades de este nuestro caminar: “hoy” empieza él a tomar sobre sí
nuestras cargas, nuestros sufrimientos, nuestros pecados. Porque está ya presente “hoy”, podemos
sentir y saber que somos ricos en medio de la pobreza, que no somos esclavos, ni del pecado, ni de los
convencionalismos, ni de los prejuicios de nuestro entorno (en resumen, de la “ley”, que de tantas
formas trata de encadenarnos), sino que podemos alcanzar la libertad para vivir de otra manera, según
otra ley, la ley del amor; podemos sentir que, a pesar del mal en nosotros mismos y en nuestra sociedad
y nuestro mundo, la gracia de Dios (el perdón y la filiación) son más fuertes que el pecado. Podemos
experimentar, en suma, que, aunque siga habiendo cargas y yugos, la presencia de Cristo entre nosotros
hace el yugo suave y la carga ligera (cf. Mt 11, 30).
Y es que el camino que Jesús emprende “hoy”, y en el que toma sobre sí las cargas y los yugos de la
humanidad, culmina en Jerusalén, en la Cruz, resumen de todos los males que afligen a la humanidad,
pero también de la liberación definitiva, esto es, del triunfo del bien sobre el mal, de la vida sobre la
muerte. El camino que va de Nazaret a Jerusalén, el misterio entero de la vida, la muerte y la
Resurrección de Jesucristo nos dicen que “hoy”, a pesar de todos los pesares, Dios está con nosotros en
las alegrías y en las penas, en la prosperidad y en el infortunio, en la salud en la enfermedad.
Escuchamos ecos de las Bodas de Caná, con la diferencia de que en el desposorio de Dios con su
pueblo, ya ni la muerte nos separa, pues Él, en Cristo, no nos abandona nunca: cuando sufrimos, sufre
con nosotros, cuando morimos, muere con nosotros, cuando nos alejamos de Él, nos espera y nos busca
para regalarnos su perdón.
El “hoy” en el que se cumplen por fin y para siempre las antiguas promesas y profecías no significa la
transformación mágica y forzada de toda la realidad. Una transformación así sería, en realidad,
ilusoria, ficticia. Pues si no cambia el corazón del hombre, ¿de qué sirve cambiar las circunstancias
externas? ¿No volverían a ser esas circunstancias las mismas de ahora, si el ser humano continúa
actuando como siempre? Pero Dios no puede cambiarnos el corazón si nosotros no colaboramos, si no
le dejamos entrar en nuestra vida. Lo que significa ese “hoy” es la posibilidad ofrecida a todos de
ingresar ya, gracias a la presencia entre nosotros del Hijo de Dios, en una forma nueva de vida. Se trata
de una forma de vida que es signo y realidad de una salvación que está ya operando en la historia.
Pablo, en la carta a los Corintios expresa de manera elocuente algunos aspectos de esta vida nueva que
podemos hacer nuestra.
La diferencia (sexual, racial, nacional, cultural, religiosa, de mentalidad, de sensibilidad, y así hasta el
infinito) ha sido causa de división, extrañamiento mutuo, indiferencia, enemistad y conflicto. El “hoy”
que nos ofrece Jesús y que nos libera y nos cura de nuestras cegueras, nos permite descubrir en las
múltiples diferencias posibilidades nuevas de cooperación y enriquecimiento mutuo. El símil del
cuerpo es afortunado. El organismo vivo es la reunión de órganos distintos, pero que se complementan
entre sí y cooperan al bien de cada uno y al bien común. No vale el que cada miembro se considere
superior a los demás y trate de prescindir de ellos, despreciándolos con indiferencia. Cada uno, siendo
sí mismo y para ser sí mismo, necesita de los demás, como los otros necesitan de cada uno. Vistas así
las cosas, podemos descubrir en las diferencias la fuente de una vida más plena y rica para todos. Pero,
¿cómo conseguirlo, siendo así que la experiencia nos sigue diciendo que las diferencias son fuente de
conflicto y enemistad? No basta con diseñar un hermoso ideal poético, que no toma nota de las
dificultades reales. Al fin y al cabo, el símil del cuerpo ya lo usaron otros antes de Pablo, y el ideal de
un humanismo universal puede también encontrarse fuera del cristianismo. Aquí es precisamente
donde debemos volvernos a Cristo: él viene a anunciar que “hoy” se inaugura el año de gracia del
Señor. En él hallamos la gracia, la fuerza, el don, el regalo que nos permite superar la enemistad de la
diferencia y hacer nuestra existencialmente la “no-indiferencia” ante el rostro del otro, del pobre, del
distinto. Es el misterio del amor, que Jesús porta en sí y que le lleva a entregar su propia vida. Para que
el cuerpo tenga vida, para que los miembros cooperen al bien de todos, para que el “hoy” de la
salvación se vaya haciendo verdad, es preciso que cada uno esté dispuesto a dar la vida por sus
hermanos, a aliviar a los que sufren, a perdonar a los que le ofenden, a liberar a los cautivos y curar a
los que padecen enfermedad, cada uno según el don que ha recibido y las posibilidades reales de que
dispone; y todos cooperando como miembros de un mismo cuerpo. Porque la cuestión está ahí: para
dar ese paso de manera consecuente y realista, tenemos que acercarnos al Señor y Maestro que “hoy”
se ha hecho presente entre nosotros y nos reúne como hermanos de una misma familia, como
miembros de un mismo cuerpo.
José María Vegas, cmf