DOMINGO 4º T.O. (C)
Lecturas: Jer 1,4-5.17-19; S. 70; 1Cor 12,31-
13,13; Lc 4,21-30
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
Enseñanzas de una visita
El texto y contenido de la primera lectura
sintonizan con otras llamadas del Señor. Jeremías
tiene una misión muy dura. Dios lo elige para que
anuncie a su pueblo el castigo del destierro, les pida su
aceptación y la sumisión al invasor. No le escucharán.
Lo perseguirán, morirá en sus manos. Jeremías es un
símbolo profético de Jesús. Jesús mismo se lo recuerda
el día de su resurrección a los dos discípulos que van a
Emaús: “¿No era necesario que el Cristo padeciera
eso?” (Lc 24,26). El recuerdo de este principio
cristiano, muy presente siempre en San Pablo, es
también frecuente en Lucas, su discípulo y
acompañante. Utilizar a Dios para obtener riquezas y
honores y huir del sufrimiento prueba que se rechaza a
Cristo como compañero de la vida. Nuestra oración
debe ser para pedir gracia para llevar nuestra cruz.
El texto de la segunda lectura continúa el tema
de la presencia del Espíritu Santo y de sus distintos
efectos y carismas en nosotros los fieles. Más
importante que otros carismas, aun muy admirables
como el de hacer milagros o hablar en lenguas, es el
don de la caridad o amor a Dios y al prójimo. San
Pablo lo recuerda, porque fácilmente se olvida. Santa
Teresa del Niño Jesús no sabía un día en su oración
qué carisma elegir para que su vida fuera un mejor
servicio para la Iglesia. Le parecía que elegir uno era
renunciar a otros tanto o más preciosos y útiles para la
Iglesia. Hasta que, recordando este texto, se dio
cuenta de que, obteniendo el don de la caridad,
estaba, como el corazón, impulsando y dando vida a
todos los miembros del cuerpo. Este es el gran carisma
y el gran don. Es lógico que sea el más importante,
teniendo en cuenta que todos los mandamientos se
resumen en los de: “amarás a Dios con todo el corazón
y amarás al prójimo como a ti mismo”. El amor
siempre está activo, no descansa. Tiene siempre
presente que Dios le ama, cae en cuenta y agradece
sus favores, confía y pide ayuda en las pruebas. “Es
comprensivo”, sabe de la debilidad humana, porque
tiene experiencia de la propia, y excusa la de los
demás. “Es servicial y no tiene envidia”, porque el bien
del otro lo pone por delante del propio. “No presume ni
se engríe”, porque lo que tiene lo recibió de Dios y de
la ayuda de otros y ha de dar cuenta de su
administración. “No presume ni se engríe, no es mal
educado ni egoísta, no se irrita, no lleva cuentas del
mal”, perdona 70 veces siete. “No se alegra de la
injusticia, sino que goza con la verdad, disculpa sin
límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin
límites, el amor no pasa nunca”. El que más se acerca
a este ideal, es el amor de la madre.
Estas exigencias del amor cristiano es bueno
recordarlas cuando nos vamos a reconciliar con Dios.
Así nos amó Cristo, “quien me amó y se entregó a sí
mismo por mí” (Ga 2,20).
Y añade Pablo otro argumento que nos estimule
aun más. “El amor no pasa nunca”, el amor queda, el
amor es eterno. Porque en el cielo la misma fe y la
esperanza desaparecen, porque, viendo a Dios cara a
cara y poseyéndole, la fe y la esperanza no son ya
necesarias; pero la caridad permanece, porque
entonces nuestra vida será amar.
El texto del evangelio continúa el del domingo
pasado. Sigue refiriéndose a las palabras de Jesús en
la sinagoga de Nazaret. La reacción de los oyentes es
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al principio muy favorable, pero después se malogra,
hasta el punto de que los nazaretanos quieren arrojar
a Jesús desde una peña que cuelga sobre el vacío. Los
biblistas se dividen en la interpretación de los hechos.
La mayoría piensa que Lucas junta en una dos visitas
de Jesús a Nazaret, una más temprana que transcurre
de modo positivo y otra, en cambio, posterior, cuando
las opiniones habían cambiado mucho, que anduvo al
borde de la tragedia. Sea de ello lo que sea, en el
texto de Lucas aparecen las dos opiniones extremas la
obra y la doctrina de Jesús, que me parece que hoy se
repiten.
La primera reacción es la de aquellos que no
acaban de encontrar una explicación humana
suficiente a la doctrina, sabiduría, milagros y autoridad
de Jesús. Nada humano explicaba la obra de Jesús,
aceptaban la existencia de un misterio en su persona y
de una relación especial con Dios; en definitiva
acabarán creyendo plenamente. Pero será una actitud
minoritaria.
La otra opinión es la de los que presumen de
sabios y científicos. No les basta oír y aun ver hechos
sorprendentes, que por lo demás admitirían y admiten
en otros terrenos. Porque lo creen prácticamente todo,
ya que, sin creer, en la vida moderna no puede uno
moverse. No hay sabio que pueda serlo en nada sin
leer continuamente libros y revistas de otros muchos
dedicados a los mismos estudios. Y un enfermo no se
curará si exige, para obedecer al médico, entender
perfectamente las causas de su enfermedad y el modo
de obrar de los remedios.
Pero este evangelio muestra otra verdad, que
también recalca San Lucas en otras ocasiones, él, el
gentil, compañero de San Pablo, el Apóstol de los
gentiles. Jesús recuerda los milagros que Dios hizo a
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una mujer fenicia y a un ministro sirio, paganos
ambos. Las palabras de Jesús, citadas por Lucas al
comenzar su vida pública, manifiestan que no basta la
raza, que Jesús no ha venido a salvar sólo a los judíos,
sino a todos los hombres y que para recibir las gracias
que trae es necesaria y suficiente la fe.
En este Año de la fe no nos creamos más que
nadie. Nuestras mismas deficiencias religiosas y
morales nos pueden ayudar a aumentar nuestra
humildad de corazón y obtener de Dios su
benevolencia y gracia abundantes. Que la Virgen María
nos lo haga sentir.
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