IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
“Lo llevaron a un barranco con intenci￳n de despe￱arlo” (Lc 4,21-30)
El Domingo pasado escuchábamos cómo Jesús, como era su costumbre, acudió a la
sinagoga de Nazaret un sábado. Como bien sabemos, Nazaret era el pueblo en el
que el Señor se había criado. ¿Cuántas veces habría asistido a esta misma sinagoga
a lo largo de su vida, desde que era un niño? En esta ocasión, sin embargo, había
una diferencia fundamental: luego de acudir a Judea, para ser bautizado por Juan,
luego de pasar cuarenta días en el desierto y vencer las tentaciones del diablo, el
Se￱or “volvi￳ a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendi￳ por toda la
regi￳n. Ense￱aba en las sinagogas, y todos lo alababan” (Lc 4,14).
Hemos escuchado que fue desconcertante la reacción de los habitantes de Nazaret
al declarárseles Jesús como el Mesías por ellos esperado: ¿cómo va a ser el Mesías
deseado un aldeano hijo de un carpintero, sin cultura ni renombre?; “¿no es éste el
hijo de José?” ¿C￳mo era posible que alguien que había vivido entre ellos desde
pequeño y nunca se había distinguido especialmente entre sus paisanos pudiese de
pronto alzarse entre ellos y afirmar solemnemente que Él es el Mesías enviado por
Dios? Surgió la desconfianza entre ellos, y la incredulidad dio paso a la dureza de
corazón. No estaban dispuestos a aceptar tan fácilmente que Él fuera el Mesías
enviado por Dios mientras no fueran ellos mismos testigos de los signos y señales
con los que ya se había manifestado en otros pueblos vecinos de Galilea.
En la vida del Señor Jesús se realiza también el destino de todos los profetas
auténticos: ser bandera discutida, signo de contradicción. Todo profeta enviado por
Dios está llamado a denunciar el mal para enderezar los senderos torcidos, por ello
su prédica no puede esperar la adhesión entusiasta de las masas y multitudes.
Muchos dirán acaso “qué bien habla”, pero cuando sus palabras como espada de
doble filo penetren hasta las coyunturas de su ser y denuncien sus tinieblas,
invitándolos a abandonar las sendas torcidas y convertirse de su mala conducta
para caminar a la luz de los designios divinos, lejos de escucharlo con humildad y
cambiar de vida buscarán quitar de en medio a quien denuncia su maldad: “Es un
reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible… Condenémosle a
una muerte afrentosa” (Sab 2,14.20).
El Se￱or sabe bien que “ningún profeta es bien recibido en su tierra”. La tarea del
profeta no es fácil. Al mensajero divino que es fiel a su misión no le espera una
multitudinaria acogida, fama, aplausos, reconocimiento de las multitudes o de los
poderosos… Un profeta encontrará resistencia y oposici￳n a veces muy dura, y la
oposición más fuerte parece ser de los de su propia casa, es decir, de aquellos que
viven con él y “ya lo conocen”.
El mayor sufrimiento del profeta es ver rechazado su mensaje de liberación y
salvación, comunicado a sus oyentes sin otro interés que el amor y el deseo del
máximo bien para ellos. El rechazo de Jesús por parte de muchos judíos lo hizo
llorar de pena y amargura; pero aprovechó ese rechazo para enviar a sus discípulos
a llevar la salvación fuera del pueblo judío, al mundo entero.
Todo cristiano es mensajero y profeta por vocación, mas puede traicionarla, como
dice san Juan: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. El cristiano verdadero
acoge a Cristo en su vida real diaria, y es de aquellos de quienes dice el mismo
evangelista: “A cuantos lo recibieron, les concedi￳ ser hijos de Dios”.
Por consiguiente, como cristianos que somos no podemos quedarnos callados, no
podemos escondernos ni acobardarnos, no podemos renunciar a la misión que Él
nos ha confiado a todos de anunciar el Evangelio. No podemos defraudar al Señor
por miedo al “qué dirán”, por evitar el conflicto o la incomodidad, por respetar lo
“políticamente correcto”, por juzgar que “yo no soy capaz”, por ceder a la cobardía
o al “complejo” de ser y mostrarme creyente. A los discípulos de Cristo se nos pide
hoy dar razón de nuestra fe, hablar venciendo nuestros temores e inseguridades,
dar testimonio valiente del Señor y defender a la Iglesia nuestra Madre con pasión.
Así pues, alentado por el Señor, no temas dar razón de tu fe. Y si sucede que
alguna vez te quedas callado porque careces del conocimiento debido y no sabes
qué responder, investiga luego, pregunta, infórmate mejor, para que la próxima
vez que te encuentres en una situación similar no te falte el conocimiento necesario
para defender la fe y anunciar al Señor y su Evangelio.
Que María nos ayuda a ser verdaderos discípulos misioneros de Jesús, que ella nos
enseñe a dar testimonio valiente del Señor y defender a la Iglesia nuestra Madre
con pasi￳n…
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)