Comentario al evangelio del Domingo 10 de Febrero del 2013
Rema mar adentro
El texto de Isaías que abre hoy la escucha de
la Palabra muestra expresivamente la reacción del hombre religioso ante la visión de Dios: el misterio
“tremendo y fascinante” suscita la conciencia de la propia y radical indignidad y el terror sacro, que
evoca a la muerte. Dios remedia la situación mediante la purificación ritual, a la que sigue el envío.
Esta visión tremenda contrasta con la presencia inmediata y accesible de Jesús, que se manifiesta, en el
polo contrario, como el Dios cercano, el Emmanuel, el “Dios con nosotros”. No sólo el elegido
purificado por el fuego sagrado tiene acceso a Cristo, sino que también la multitud puede verlo y
escuchar su palabra.
Jesús habla, pues, a las masas. Su Palabra y la salvación que comunica no conocen fronteras: no son
para una élite, ni se exigen credenciales nacionales, raciales, sociales o morales para entrar a formar
parte del auditorio de Jesús. Éste habla desde la barca de los pescadores que se convertirán pronto en
sus discípulos. Vemos en la barca de Simón un símbolo de la futura Iglesia, desde la que Jesús habla a
todos. En esta predicación desde la barca descubrimos la universalidad sin restricciones que caracteriza
al mensaje evangélico proclamado por la Iglesia.
Ahora bien, esta proclamación, ¿qué eco tiene? ¿Cómo acogió aquella multitud la Palabra de Dios de
labios del nuevo Maestro de Nazaret? El evangelio no nos lo dice. Las reacciones ante la Palabra y ante
el mismo Cristo serían muy diversas, como la parábola del sembrador nos da a entender en otro lugar.
Jesús lanza la semilla, y cada uno debe responder a esa llamada. Lo que parece claro es que si se acoge
la Palabra de Jesús en serio y hasta el final, no es posible quedarse “en la orilla”. La orilla, punto de
partida inevitable, es insuficiente, pues indica falta de profundidad, superficialidad. El que escucha la
Palabra y la acoge en serio es inmediatamente invitado a remar “mar adentro”, “duc in altum”, a alta
mar, allí donde las aguas van profundas. Y para ello es necesario “mojarse” y montarse en la barca.
En el evangelio de hoy sólo Simón y sus compañeros son invitados a realizar ese viaje “a lo profundo”,
pero en él hemos de ver a todo ser humano que escucha el mensaje de Jesús, no importa en qué
circunstancias: en la masa anónima de la multitud, en la orilla del lago, de manera casual, superficial,
atenta… La cuestión es que si se da el encuentro con este Dios cercano y que nos habla con palabras
humanas, estas son, ya en sí mismas, una invitación a embarcarse e ir lo profundo.
Sin embargo, esta invitación encuentra en nosotros resistencia, como vemos en Pedro. Ir a lo profundo
exige mucha dedicación, mucho tiempo; y los frutos de esta brega resultan problemáticos, con
frecuencia, incluso parecen estériles. Una tentación permanente de la vida cristiana en todas sus
vocaciones es permanecer en la orilla, donde todo está claro, hay movimiento, gente, donde nuestra
atención está entretenida, donde, además, podemos dedicarnos a las múltiples urgencias que nos
presenta la vida y que nos dan la sensación de hacer cosas útiles y con sentido. Allá, donde las aguas
son hondas, hay que bregar en la soledad y en la noche; y no es raro que nos embargue la sensación de
que todo esto es inútil y sin sentido. Para que la excursión a lo profundo dé sus frutos es importante,
primero, perseverar con paciencia; y, además, confiar. Es Jesús mismo el que nos invita a dirigirnos
allí y a trabajar en esos parajes. Sólo así la Palabra escuchada en la orilla, pero meditada, contemplada,
escuchada en la soledad de la noche, puede, en su momento, dar frutos inesperados y abundantes, que
sobrepasan todas nuestras expectativas.
Y cuando se produce el encuentro profundo con la Palabra de Jesús, con la Palabra que es Jesús, se
reproduce el sentimiento de la propia indignidad que embargaba a Isaías, pero esta vez ante el Dios
cercano y humano, sí, pero Dios al fin y al cabo. La reacción “apártate de mí, Señor, que soy un
pecador” ya no la pronuncia Simón, sino, a tenor del texto evangélico, Simón Pedro . Es una reacción
que supera con mucho la mera admiración ante un hecho inexplicable: es la expresión de un
sentimiento religioso, similar al de Isaías, una verdadera confesión (“Señor”) por parte de un pescador
(Simón) que ha empezado a convertirse en discípulo (Pedro). La cercanía de Dios en la humanidad de
Jesús no está destinada a eliminar el sentimiento religioso fundamental de veneración y adoración, sino
sólo a despojarlo del terror sagrado que suele acompañarlo. “No temas”, “no tengáis miedo” nos dice
Jesús con frecuencia.
El relato evangélico de hoy nos habla, por un lado, de la misión apostólica de la Iglesia, que tiene que
combinar con equilibrio el trabajo extensivo y el intensivo. El extensivo es la proclamación de la
Palabra a todos, con sentido de universalidad y evitando todo sectarismo: la Iglesia no vive ni trabaja
para sí misma, sino que debe ser como la barca desde la que hoy habla Jesús, un lugar abierto,
accesible, al que todos pueden acercarse. Pero esto no agota su misión, sino que esa misma
proclamación tiene que ser una invitación dirigida a todos para subirse a la barca en la que se sienta
Jesús, para ir a lo profundo. Para profundizar es preciso que existan ámbitos, lugares, personas que
propicien esa labor paciente, larga, difícil pero imprescindible para que se den los frutos inesperados y
abundantes no sólo para los que los pescan, sino para ser compartidos, pues están llamados a alimentar
a muchos. En la Iglesia hay vocaciones especiales dedicadas a “ir a lo profundo”: los contemplativos,
las personas consagradas en general, los sacerdotes que proclaman la Palabra, también los laicos que,
en determinados movimientos y corrientes de espiritualidad, tratan de profundizar en su vocación
laical, matrimonial, profesional. En realidad, todos los fieles cristianos están llamados, cada uno según
su propia condición, a escuchar la invitación y hacer el esfuerzo de remar mar a dentro. Por eso, este
texto nos interpela también, por el otro lado, más personal, sobre nuestra relación con la Palabra de
Cristo: ¿le escuchamos sólo circunstancialmente, en medio de la multitud, en la orilla,
superficialmente, por ejemplo, mediante un cumplimiento más o menos formal de nuestras
“obligaciones” cristianas? O, ¿hacemos, además, el camino de la meditación personal de la Palabra,
perseverante, esforzada, a veces en la oscuridad, pero en la confianza de que acabaremos recibiendo
frutos de vida que superan toda expectativa?
A veces se dice que la oración y la contemplación son actividades inútiles, propias de personas que
huyen de la dureza de la vida y se refugian en “la mística”. Los que así hablan, además de desconocer
las riquezas que esconden las aguas profundas, no tienen idea del temple, la paciencia, la fortaleza de
ánimo que requiere perseverar en esa brega frecuentemente nocturna. Oración y contemplación no son
actividades para débiles de espíritu, sino para espíritus fuertes, que se fortalecen precisamente en esa
actividad tan “inútil” como esencial.
Esta fortaleza es necesaria también porque esa confrontación con lo profundo implica mirar cara a cara
las propias sombras, hacerse consciente del propio pecado, como Pedro nos revela hoy. Y sólo así,
reconociendo sinceramente la condición pecadora ante el único que puede limpiarnos, es posible
superar todo temor y pasar a la relación de plena confianza.
Sólo el encuentro con Jesús y su Palabra en lo profundo nos descubre hasta el final quién es Él, y
también quiénes somos nosotros ante Él. El que escucha la Palabra en lo profundo y ha probado
mínimamente las riquezas encerradas ahí, no puede no comunicarla. Jesús, que nos interpela y llama
con su Palabra, también nos envía. En todo esto se da una interesante combinación de afirmación y
transformación del propio ser. Dios al llamarnos y encontrarse con nosotros en lo profundo respeta y
confirma nuestro ser. Si somos pescadores, lo seguiremos siendo. Pero, tocados por la experiencia de la
profundidad, nuestro ser ya no puede no hablar, y lo hace como eco de la Palabra, “diciéndola” en
aquello que hacemos y vivimos. Simón se convierte en Pedro, el pescador del mar del lago de
Genesaret, en pescador de hombres en el mar del mundo. De modo similar, Saulo, el defensor
intransigente del judaísmo y perseguidor de la Iglesia, se convierte en Pablo, el apóstol, trabajador
infatigable en la extensión del Evangelio “que nos está salvando”. Y así, cada uno de nosotros, de
acuerdo a la vocación cristiana que le ha tocado vivir, puede preguntarse cómo, sin dejar de ser el que
es, se ha convertido en un testigo que refleja en su vida la Palabra de Cristo, y transmite y comparte el
fruto de su particular pesca milagrosa.
Puede sorprender la prontitud con que Simón Pedro y sus compañeros, Santiago y Juan, abandonan
todo y se marchan en pos del Maestro. Pero no hay de qué sorprenderse, si caemos en la cuenta de que
este seguimiento se produce tras el encuentro con Cristo “en lo profundo”. Hay un vínculo esencial
entre la invitación a remar mar adentro y la llamada al seguimiento.
A veces, ser cristiano y vivir en el seguimiento de Jesús se nos hace difícil y cuesta arriba.
Ciertamente, en este camino existen dificultades reales objetivas que Cristo no nos ha ocultado. Pero
existen otras, subjetivas, que dependen de nuestra propia superficialidad, de nuestro empeño en
permanecer en la orilla, de nuestra resistencia a ir a lo profundo y bregar en la oscuridad de la noche.
Acojamos, pues, hoy la invitación de Jesús, “rema mar adentro” y, confiados en su Palabra, tratemos
de hacer la experiencia de la profundidad.
José María Vegas, cmf