Contemplar el Evangelio de hoy
Día litúrgico: Lunes V del tiempo ordinario
Texto del Evangelio ( Mc 6,53-56): En aquel tiempo, cuando Jesús y sus
discípulos hubieron terminado la travesía, llegaron a tierra en Genesaret y
atracaron. Apenas desembarcaron, le reconocieron en seguida, recorrieron toda
aquella región y comenzaron a traer a los enfermos en camillas adonde oían que Él
estaba. Y dondequiera que entraba, en pueblos, ciudades o aldeas, colocaban a los
enfermos en las plazas y le pedían que les dejara tocar la orla de su manto; y
cuantos la tocaron quedaban salvados.
Comentario: Fr. John GRIECO (Chicago, Estados Unidos)
Cuantos la tocaron [la orla de su manto] quedaban salvados
Hoy, en el Evangelio del día, vemos el magnífico "poder del contacto" con la
persona de Nuestro Señor: «Colocaban a los enfermos en las plazas y le pedían que
tocaran siquiera la orla de su manto; y cuantos la tocaron quedaban salvados» (Mc
6,56). El más mínimo contacto físico puede obrar milagros para aquellos que se
acercan a Cristo con fe. Su poder de curar desborda desde su corazón amoroso y se
extiende incluso a sus vestidos. Ambos, su capacidad y su deseo pleno de curar,
son abundantes y de fácil acceso.
Este pasaje puede ayudarnos a meditar cómo estamos recibiendo a Nuestro Señor
en la Sagrada Comunión. ¿Comulgamos con la fe de que este contacto con Cristo
puede obrar milagros en nuestras vidas? Más que un simple tocar «la orla de su
manto», nosotros recibimos realmente el Cuerpo de Cristo en nuestros cuerpos.
Más que una simple curación de nuestras enfermedades físicas, la Comunión sana
nuestras almas y les garantiza la participación en la propia vida de Dios. San
Ignacio de Antioquía, así, consideraba a la Eucaristía como «la medicina de la
inmortalidad y el antídoto para prevenirnos de la muerte, de modo que produce lo
que eternamente nosotros debemos vivir en Jesucristo».
El aprovechamiento de esta "medicina de inmortalidad" consiste en ser curados de
todo aquello que nos separa de Dios y de los demás. Ser curados por Cristo en la
Eucaristía, por tanto, implica superar nuestro ensimismamiento. Tal como enseña
Benedicto XVI, «Nutrirse de Cristo es el camino para no permanecer ajenos o
indiferentes ante la suerte de los hermanos (…). Una espiritualidad eucarística,
entonces, es un auténtico antídoto ante el individualismo y el egoísmo que a
menudo caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la gratuidad, de
la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, con particular atención en
aliviar las heridas de aquellas desintegradas».
Igual que aquellos que fueron curados de sus enfermedades tocando sus vestidos,
nosotros también podemos ser curados de nuestro egoísmo y de nuestro
aislamiento de los demás mediante la recepción de Nuestro Señor con fe.
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