Ciclo C: I Domingo de Cuaresma
Rosalino Dizon Reyes.
No obréis por egoísmo o ostentación (Fil 2, 3)
Busca Herodes a Jesús, ora para matarle, ora para aquietar su propio desconcierto,
ora para satisfacer su curiosidad. Pero al llegar la hora del encuentro, no se le
concede la revelación al que queda centrado en sí mismo. Desquiciado quizás, el
zorro siente la necesidad de servirse de la fuerza bruta y de burla, y de
entretenerse presenciando un espectáculo o un acto prodigioso.
El encerrado en sus propios intereses no es capaz de abrirse a otros. Toma a otros
por meros objetos que se usan. Oye y se acuerda sólo de su propio nombre cuando
otros se le presentan y él se les presenta. Como da a entender san Vicente de
Paúl, con mucha dificultad encontrarán quien les enseñe algo nuevo los que,
pensando sólo en su conveniencia, «no viven más que en un pequeño círculo» en el
que «se encierran como en un punto» (XI, 397).
Así de ciegos desea que seamos el peor ciego de todos. El tentador propone que
escojamos como nuestras prioridades la satisfacción del cuerpo, la devoción a lo
espectacular, y la dedicación a la riqueza arrogante (cf. 1 Jn 2, 16). Nos halaga
para que nos maravillemos de nosotros mismos y nos congratulemos a la manera
del rico que tenía bienes acumulados para muchos años, o del otro rico, sin
identidad propia tampoco, que no le hizo caso a Lázaro.
Pero el que ha sido probado como nosotros en todo, menos en el pecado, modela la
superación de las tentaciones. En primer lugar, sin conformarse con una solución
instantánea, la favorita de la sociedad tecnológica, deja claro que su comida es
hacer la voluntad de Dios y llevar a término su misión de sanación y predicación (Jn
4, 34; Lc 7, 18-23). Es más que un milagrero. Estable y seguro de su identidad,
no tiene que ostentarse como muy poderoso.
Así que los cristianos andaremos sin pretensiones. Nos tomaremos tiempo para
alimentarnos de Jesús, la Palabra divina que está cerca de nosotros. En persona se
nos acerca y con nosotros camina. Nos explica las Escrituras para que no seamos
como el diablo que las intrepreta según su conveniencia. Nuestro Maestro hace
arder nuestros corazones. Y en la fracción del pan, nos abre los ojos para que lo
reconozcamos de verdad y discernamos su cuerpo en los que no tienen nada.
En segundo lugar, Jesús no cambia su comida y su misión por el poder y la gloria
de la riqueza que en un instante puede aparecer y desaparecer, y que al final no
sacia, como lo admite el mismo diablo que quiere cambiarla por la adoración que
solicita. Siendo pobre, con credibilidad proclama Jesús: «Dichosos los pobres,
porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque
quedaréis saciados», lo que vivió san Francisco de Asís, intuyendo acertadamente la
indispensabilidad de la pobreza cristiana para la reconstrucción de la Iglesia.
Finalmente, Jesús no es presumido. Viene a hacer la voluntad de Dios, y no a
forzar la mano divina. Lo prodigioso no puede ser el centro de atención, pues los
signos y los portentos sirven sólo para señalar al Dios que salva, no para que uno
apunte a sí mismo o haga alarde de un puesto o una carrera. Concentrar en lo
maravilloso es correr el riesgo de perder de vista a Jesús; quien sigue poniéndose
en el centro permanece ciego. Y resulta que quien atrae no es el sostenido por los
ángeles, sino el que es elevado sobre la tierra, sintiéndose abandonado por Dios.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)