II Domingo de Cuaresma, Ciclo C.
Pautas para la homilía
Éste es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle.
El escenario: dudas y desconcierto sobre la identidad mesiánica de Jesús
El tetrarca Herodes Antipas se preguntaba perplejo sobre Jesús: “¿Quién es éste de
quien oigo tales cosas?” (Lc 9,9). Por otra parte, los discípulos acababan de
confesarlo en Cesarea de Filipo como Mesías (9,18-21), si bien el inmediato anuncio
de la pasión les desconcertó del todo dejándolos perplejos y sumidos en un mar de
dudas. ¿Era realmente el Mesías que cumplimentaría las promesas selladas con la
alianza?
Se podía entender que muchos lo abandonaran decepcionados por su mesianismo.
Tampoco resultaba extraño el que las autoridades políticas y religiosas lo criticaran,
desautorizan y hasta persiguieran. Pero, ¿cómo entender la incertidumbre de los
suyos después de su larga y confidencial convivencia? ¿Dónde quedaban el fervor y
el entusiasmo con que acogieron la primera llamada del Maestro?
Jesús comparte con los suyos la revelación de su destino
Aunque medio adormecidos y cargados de sueño, como les ocurrirá más tarde en
Getsemaní (Lc 22,45), Jesús quiere hacerles partícipes de una experiencia personal
que marcará y condicionará el resto de su misión. Como era habitual en él, un día
más se retira a orar, pero esta vez llevándose consigo a lo alto del monte a sus tres
más íntimos. Ensimismado en su mundo interior y ante la presencia testimonial de
Moisés y Elías, comparte con ellos la revelación del destino que le espera: su éxodo
definitivo al Padre pasando por la muerte en Jerusalén, la ciudad que mata a los
profetas (13,33-34).
Como ocurrió en el pasado con Moisés en la cumbre del Sinaí (Ex 34) y con el
profeta Elías en el monte Horeb (1 Re 19,11-13), es Dios mismo quien se revela en
la voz celeste bajo la nube protectora de su presencia. Confirmaba de este modo el
reciente y sorprendente anuncio premonitorio de su pasión en medio del
majestuoso esplendor de su gloria: será rechazado, maltratado y matado, pero
resucitará al tercer día. Jesús era plenamente consciente de la suerte que le
esperaba, la asumía con serenidad y entereza. No así sus discípulos predilectos,
que asisten at￳nitos y desconcertados a la escena: “callados, no dijeron a nadie
nada de lo que habían visto”.
Si en la petici￳n de Moisés: “muéstrame tu gloria”, Yahvé se le revela solo en parte,
de espaldas, en la escena de la transfiguración Dios se nos revela plenamente en su
Hijo, el Elegido, apuntando hacia el final de su destino salvífico. No era otro el tema
de conversación de los dos testigos proféticos con Jesús. Y es que el hombre está
llamado a vivir la permanente paradoja de la muerte en la vida y de la vida en la
muerte. Mensaje que entraña lo más nuclear de la sabiduría evangélica a raíz de la
profunda experiencia que envuelve la existencia humana y a la que los cristianos
nos acogemos por la fe.
Muéstranos tu rostro, Señor
La escena evangélica nos invita a contemplar la faz del Transfigurado y a escuchar
la voz de lo alto: “Éste es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle”. Ese rostro manifestado
en “el resplandor del glorioso evangelio de Cristo, imagen de Dios, quien ha hecho
brillar su luz en nuestros corazones” (2 Cor 4, 4-6). Rostro de Jesús manifestado en
el evangelio que requiere a su vez ser ubicado e insertado en la propia historia de
su pueblo, representada en las figuras de Moisés y Elías.
Si cada cristiano ha de reflejar la luz del rostro de Cristo, es normal que recemos
con el salmista: “Tu rostro buscaré, Se￱or, no me escondas tu rostro”. En esta
sintonía de sentimientos, nos hemos sumado también en más de una ocasión a la
pregunta de Felipe en la última cena: “Se￱or, muéstranos al Padre y nos basta”. La
respuesta de Jesús fue clara y contundente: “Quien me ha visto a mí, ha visto al
Padre” (Jn 14,8-9).
Pidamos a Dios que nos siga cubriendo la sombra de esa “nube” bienhechora para
que vaya destilando, cual lluvia pausada, los secretos de su inagotable misterio. Por
la fe en el Transfigurado, no sólo reconocemos su rostro sino que nos adherimos a
su persona y seguimos sus pasos en espera de poder disfrutar un día de su
encuentro en la atienda definitiva de su Reino.
Fray Juan Huarte Osácar
Convento de San Esteban (Salamanca)
Con permiso de: dominicos.org