Ciclo C: II Domingo de Cuaresma
Rosalino Dizon Reyes
La Palabra … acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria (Jn 1, 14)
Eran necios y torpes los discípulos para creer en un Mesías sufriente. Pero a pesar
de esto, los discípulos no se tragaron la ilusión diabólica de una vida cómoda. No
se convirtieron en enemigos de la cruz. Siguieron creyendo en Jesús y fueron
perseguidos por su fe. Se les alentaba, claro, para que no perdieran el ánimo en
medio de tantas tribulaciones.
Se les convocaba a ellos con frecuencia para la celebración del memorial de la
muerte y la resurrección de Jesús. Se les recordaba tanto las múltiples apariciones
del Resucitado como las predicciones del Maestro de que tendría que sufrir una
muerte cruel para entrar en su gloria. Se planteaba también ante ellos como
advertencia firme la respuesta severa de Jesús a Pedro: «¡Quítate de mi vista,
Satanás!».
Se les hablaba ciertamente de la transfiguración del Señor, para que
comprendieran que de ninguna liberación gloriosa y luminosa gozarían sin su
participación en el éxodo doloroso. Se les daba a conocer además que tendrían que
orar y ser cubiertos por la presencia del Dios de la alianza, y que deberían escuchar
a su Hijo y su Siervo escogido, Jesús, cuya gloria no se podría comparar con la de
una fiesta judía. A él solo podrían acudir, pues, no encontrarían otro que tuviera
palabras de vida eterna y cumpliese en pleno la ley y los profetas.
Pero todos estos tipos de animación eran para exhortar a aquellos cristianos
sufridos de tiempos remotos que simplemente mantuvieran «fijos los ojos en …
Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la
ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios» (Heb 12, 1-2).
Los cristianos de hoy que vivimos en países denominados cristianos, o donde hay
realmente libertad de religión, no sufrimos a causa de nuestra fe—por lo que
exultamos, en espíritu de acción de gracias de san Eusebio de Cesarea. Ni
confundimos al Mesías verdadero con el de las expectativas triunfalistas. Junto con
san Pablo, no preciamos de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado,
y proclamamos que el que es el poder y la sabiduría de Dios es el mismo Cristo
crucificado. Y quizás en descrédito nuestro más que crédito, ¿no sería prueba
patente también de que solo conocemos a Jesús crucificado el hecho de que se
había servido y aún se sirve de él como una ideología de opresión?
No, no considero a Jesús como el Mesías poderoso y libertador esperado por los
judíos; creo—sin ser perseguido por ello—en un Mesías de dolores. Pero aún
necesito que a mí se me aliente a invitar a comer a los pobres más que a los ricos,
a «darle vuelta a la medalla» para que yo vea a Cristo en los pobres desfigurados
(XI, 725), a respetar tanto a los ricos, quienes se hacen padrinos, como a los
pobres que fácilmente se toman por gente curiosa que nunca faltan en ocasiones
especiales, a oír por igual al pequeño y al grande, a preferir servir a ser servido, a
renunciar el imperio mundano—y toda aparencia de él y todo símbolo, por ejemplo,
en el vestir o el uso de títulos—a imitación del Maestro que lavó los pies a los
discípulos, y quien nos hace sentar a la mesa y nos sirve, y así sigue dando su vida
por pobres pecadores.
Acertado será mi conocimiento, y auténtica mi fe, si promuevo la transfiguración y
denuncio la desfiguración, ¿verdad?
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)