II Domingo de Cuaresma, Ciclo C
Padre Julio Gonzalez Carretti O.C.D
Lecturas bíblicas
a.- Gen. 15, 5. 12.17-18: Dios hace alianza con Abraham.
Es importante recordar que la idea que atraviesa todo el Pentateuco es el tema de
la promesa. Es lo que da unidad a los hechos que nos han llegado de los patriarcas,
el éxodo y la conquista de Canaán. La promesa encierra tres aspectos a tener en
consideración: la descendencia, la tierra y la bendición. La descendencia era fuerza,
poder; la tierra propia, es descanso para su caminar como semi nómadas; la
bendición, finalmente es riqueza y bienestar. Es el paso de lo provisorio a lo
definitivo, en lo material encontramos lo eterno y trascendente, actuando y
respondiendo las aspiraciones humanas más profundas. Más tarde sus
descendientes lo convierten en credo de su fe (cfr. Dt. 26). Es Yahvé quien sacó a
Abraham de su tierra, de una vida sin sentido ni propósito. Ahora da pasos que
orientan y dan sentido a su existencia, como su descendencia, la formación de un
pueblo, y un destino, la tierra prometida. Mientras se van cumpliendo las promesas
de Yahvé, se celebra un pacto, una alianza, un compromiso, mediante un rito:
separa los animales en mitades que pone una enfrente de la otra, y en medio de un
sopor, ve pasar una llama de fuego entre las víctimas. El fuego representa a Dios,
signo de la teofanía: Yahvé se manifiesta por medio de él. El mismo símbolo,
encontraremos en la alianza del Sinaí (cfr. Ex.19, 18). Su paso por en medio de las
víctimas, sella el compromiso realizado, la palabra dada, en razón de una auto-
imprecación, que me suceda como a estas víctimas, de no cumplir la palabra
empeñada (cfr. Jer. 34,18). El sopor o sueño explica el autor sagrado, la pregunta
cómo se realizó esta alianza verdaderamente: supone que Abraham lo vivió
interiormente, como un compromiso de Yahvé con la promesa. El rito, remite a la
fidelidad de Dios. Abraham aparece como el modelo del que cree y confía en Yahvé,
que viene a su encuentro. La confianza, le abre las puertas de la posesión de lo que
espera. Sus descendientes contemplan que su fe le valió para el cumplimiento de la
promesa, al profesar su credo, es promesa cumplida. Ellos mismos, ahora son los
destinatarios de la promesa en camino de la verdadera tierra y del verdadero
pueblo de Yahvé, tierra de descanso definitivo, y pueblo que sellará la alianza
eterna.
b.- Flp. 3,17-21; 4, 1: Cristo nos transformará según el modelo de su
cuerpo glorioso.
Pablo, formó a los filipenses en la escuela del evangelio. Es su entrenador en la
carrera de la vida cristiana y por ello se propone como modelo o maestro. Modelo
del seguimiento de Cristo y de la eficacia de la redención, en contraste con el
judaísmo y sus seguidores. A los judaizantes, les llama enemigos de la cruz de
Cristo, por defender una teología de la Ley, contra la teología de la Cruz, que
predica Pablo (cfr. Gál.5,11; 1 Cor.1,17-18). Un teología de la Ley, es contraria a
una teología de la cruz. La primera supone una manipulación de Dios, encerrado en
un códice; en la segunda el hombre se encuentra libre de la Ley, con la libertad de
los hijos de Dios. Los judaizantes viven para observar las leyes de pureza legal, su
dios es el vientre, comidas puras e impuras (cfr. Rm. 16,18). Su gloria es su
vergüenza, porque reducen la religión a saber qué comidas son puras y cuáles
impuras para evitarlas. Su Dios es en definitiva el vientre. ¡Estos judaizantes
aspiran a cosas terrenas! En cambio, el cristiano, mira hacia la patria del cielo, su
casa, su morada definitiva, de la cual esperamos al Salvador. La moral cristiana,
está centrada en el hombre, no en una parte, como lo manifestaba la casuística
judía, moral de la esperanza que no puede perderse en una dimensión del hombre,
sino en las aspiraciones de una humanidad siempre en cambio, y en busca de
respuestas desde la gracia y fe del evangelio.
c.- Lc. 9, 28-36: Mientras oraba el aspecto de su rostro cambió.
La Transfiguración del Señor Jesús en el monte, abre caminos de luz y da sentido a
la pasión y muerte de Cristo, es preludio de su gloriosa Resurrección (cfr. Lc. 9,
21-25). Esta teofanía aclara las tinieblas que hay en la pasión, devela el sentido de
una caminar de Jesús y los suyos hacia la muerte, victoria oculta en la
Transfiguración. Su camino de muerte es signo de un gran fracaso pero señala la
realidad de su camino. De ahí que cuando sube al monte, que Lucas no identifica,
que podían ser tres en Galilea: el Hermón, el Tabor y el Merón, porque para el
evangelista, la divinidad está en el cielo y lo más cercano al hombre son los lugares
altos. Un vez en lo alto del mnte, mientras ora al Padre, la verdad se patentiza en
su interior: Dios le colma de su presencia en lo interior, su Rostro se transforma y
sus vestidos, se vuelven blancos como la luz (vv. 28-29). Lucas, habla que el rostro
de Jesús se mudó, evita la palabra transfiguró, metamorfosis, que usan Mateo y
Marcos (cfr. Mt.17, 2; Mc.9, 2), pensando en sus lectores grecorromanos a quienes
podría sugerir las metamorfosis simbólicas de los cultos mistéricos. Lo que
experimenta Jesús es mucho más, el resplandor de sus vestidos, recuerda la luz del
relámpago; Jesús experimenta la gloria que tenía desde el principio, gloria de Dios,
que se hará presente en su persona con la Resurrección. Entran en escena Moisés y
Elías hablando con Jesús, lo que se puede entender que vienen como testigos de la
divinidad e identidad gloriosa de Jesús; para otros, representan, encarnan los libros
del AT, la Ley y los profetas. Los tres hablan de la partida de Jesús, éxodo hacia
Jerusalén. Su éxodo evoca el paso por el desierto camino de la liberación, pasando
antes por la muerte; Jerusalén cumple con su fama de matar a los profetas, pero
en Jesús la muerte no tiene la última palabra, en lo que también se asemeja el
primer paso por el desierto que terminó con la conquista de la tierra. Tras la Cruz,
viene la Resurrección, y luego la Parusía, porque toda la vida de Jesús es un
continuo éxodo. Los apóstoles, cargados de sueño, pero Lucas deja en claro, que
permanecieron despiertos, contemplaron la gloria de Jesús y de Moisés y Elías
(v.32; cfr. Lc.22,45). Ven y contemplan la gloria y secretos del Reino de Dios.
Pedro lleno de gozo, ve que los compañeros de Jesús se marchan y quiere detener
el tiempo, desde luego, vive una experiencia cumbre. La mejor solución construir
tres tiendas: una para Jesús otra para Moisés y otra para Elías. “No sabía lo que
decía” (v.33) ¿En qué pensaba Pedro? En la fiesta de las Tiendas para quedarse
ahí; no supo apreciar las personas que tenía delante; quería adelantar la
consumación de los tiempos, antes de su final histórico, o no supo asimilar lo
vivido. La nube que lo envuelve todo, es de carácter teofánico, que evoca aquella
nube que guiaba al pueblo en el desierto, marcaba la presencia de Yahvé (cfr.
Ex.13, 22; Lc.1, 36). Nube y presencia que luego se trasladaron al templo de
Jerusalén, de ahí el temor de los discípulos, puesto que la nueve indicaba la
presencia de Dios; la irrupción de lo trascendente, rompe las expectativas
humanas, se asustan y no saben qué hacer. Pero a la visión de la nube se agrega la
experiencia de una voz semejante en su dinamismo a la del bautismo de Jesús
(cfr. Lc.3, 22; Sal.2,7; Is.42,1). La voz exclama: “Este es mi Hijo, mi Elegido;
escuchadle” (v.35). Estas palabras pueden ser una relectura de aquellas dirigidas a
Moisés. “Yo les suscitaré de en medio de sus hermanos un profeta semejante a ti,
pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que yo le mande” (Dt.18, 18).
El evangelista propone que Jesús, es un nuevo Moisés, que trae no una ley sino un
nuevo orden social. Si bien estas palabras recuerdan las escuchadas en el Bautismo
con la diferencia que las palabras del Padre se dirigen no al Hijo sino a los
apóstoles. El carácter cristológico del Bautismo se abre ahora al eclesiológico de
este segundo relato. Mientras en el Bautismo el Hijo es amado, aquí es el Elegido,
término que sólo usa Lucas. Quizás es porque en el judaísmo se usaba esta palabra
en relación al Siervo doliente de Isaías, pero además porque Dios tiene un plan
concebido para Jesús (cfr. Is.42,1). Llamarlo, Hijo amado, a Jesús, es confirmar
que su filiación divina se realiza, en su mismo destino humano. Es un Hijo que
recibe todo el poder de su Padre, por su fidelidad a la voluntad divina (cfr. Sal. 2,
7; Is. 42,1). El Padre nos invita a escucharle, porque le ha conferido todo poder,
Jesús ha hecho su voluntad en forma incondicional, de ahí que la vida de los
hombres tiene sentido, a partir del seguimiento de Cristo. La palabra del Padre,
revela el misterio del hombre Jesús, que camina hacia la muerte, se ha revelado
como la realidad definitiva, la presencia de Dios en la tierra. La enseñanza es muy
clara: no hay que hacer tiendas, están los apóstoles delante de un profeta muy
superior a Moisés, una tarea que cumplir. Es curioso, es que al final del texto el
evangelista, diga que los discípulos guardaron silencio de lo vivido en el monte (v.
36). Mientras los discípulos estaban con Jesús no hablaron a nadie de lo visto del
Reino de Dios y de sus misterios. La gloria del Reino se inicia con la muerte de
Jesús, el Salvador comunica la salvación por el camino del sufrimiento, de la Cruz.
A este punto los apóstoles, no estaban maduros, para asumir todo el contenido del
misterio del Reino de Dios.
Santa Teresa nos enseña a escuchar a Dios en lo íntimo del espíritu, morada de
Dios por el Bautismo pero también a contemplarle. “Mas dejemos esto que aquí
viene bien y muy al pie de la letra. No digo que es comparación, que nunca son tan
cabales, sino verdad; que hay la diferencia que de lo vivo a lo pintado, ni más ni
menos. Porque si es imagen, es imagen viva; no hombre muerto, sino Cristo vivo;
y da a entender que es hombre y Dios. No como estaba en el sepulcro, sino como
salió de él después de resucitado. Y viene a veces con tan grande majestad, que no
hay quien pueda dudar, sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de
comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe. Represéntase tan
señor de aquella posada, que parece toda deshecha el alma; se ve consumir en
Cristo. ¡Oh Jesús mío, quién pudiese dar a entender la majestad con que os
mostráis! Y cuán Señor de todo el mundo y de los cielos, y de otros mil mundos, y
sin cuento mundos y cielos que Vos criaseis, entiende el alma, según con la
majestad que os representáis, que no es nada, para ser Vos Señor de ello.” (V 28,
8).