II Domingo de Cuaresma, Ciclo C
El esplendor del rostro de Cristo
En el domingo de la transfiguración del Señor las lecturas bíblicas presentan al Dios
que se revela en la historia humana, que llama a la fe en él y en el cumplimiento de
sus promesas. Dios llama a la fe a Abrahán en la escena del Génesis (Gn 15), y a
los discípulos Pedro, Santiago y Juan, mediante la contemplación del rostro
transfigurado y radiante de Cristo y la escucha de su palabra. Y Dios se manifiesta
con unas promesas que se cumplirán. Con Abrahán Dios cumple sus promesas
concediéndole las dos grandes bendiciones de la descendencia y de la tierra. A los
testigos de la transfiguración de Jesús se les anticipa la participación en la gloria del
Hijo de Dios.
Dios ratifica a Abrahán la promesa de un hijo, pero además la corrobora haciendo
explícita una descendencia innumerable en las generaciones futuras. Dios cumple
las promesas, pero no corresponde a Abrahán ni a ninguna otra critura ni conocer
ni determinar las circunstancias de su cumplimiento. Las estrellas en la noche
sirven como signo de fecundidad (Gn 22,17). Abrahán cree en esa palabra de Dios,
aunque siga sin hijos. En Gn 15,6 , “ Abrán creyó al Señor y se le contó como
justicia”, se presentan dos términos claves de la historia de la teología: la fe y la
justicia. El término castellano creyó (Gn 15,6) no traduce todo lo que dice el
término hebreo “´aman” , el cual significa ser firme, resistente, ser fiel, de fiar y de
confianza , así como creer, fiarse, confiar, ponerse en manos de alguien. Así se
constata que Abrahán puso su confianza y su seguridad en Dios, de modo que éste
lo reconoció como garantía más que justificadora de la confianza. La fe se realiza
creyendo en las promesas y obedeciendo al Señor. La fe es un agarrarse a Dios y
se refiere a su futura actuación en el plano histórico salvífico, es un acto de
confianza y aceptación de los planes de Dios respecto a la historia.
Pero este domingo tiene su mensaje principal en la escena de la transfiguración.
Esta es un preludio la Pascua, pero el camino hasta la gloria hay que recorrerlo a
través de la Pasión. Ésta es la función que cumple a la mitad de los evangelios
sinópticos la escena de la transfiguración. Es el anuncio anticipado de la gloria real
de Jesús en su resurrección. La transfiguración revela que el único camino hacia la
gloria del Hijo del Hombre es el del sufrimiento y del rechazo (Lc 9,27-36). La
narración nos cuenta un momento crucial de encuentro revelador de Jesús con
Pedro, Santiago y Juan. Es un encuentro en un monte, que la tradición identifica
como el Tabor. Jesús se transfiguró delante de sus discípulos y su rostro se
convirtió en otro muy refulgente. El blanco brillante de la luz pertenece al lenguaje
apocalíptico y significa la pertenencia de Jesús al mundo divino (Dn 7,9; Ap 1,14;
2,17). Nuestro refrán dice que la cara es el espejo del alma. Lo que ese rostro
brillante revela está en relación con la identidad mesiánica de Jesús, expresada por
Pedro anteriormente al decir “tú eres el Mesías de Dios” y está vinculado a la
predicción de su destino recogida en los anuncios de su pasión que enmarcan la
transfiguración. Pero lo específico de Lucas en esta narración sinóptica es que de
nuevo toda esta realidad de pasión y gloria anticipada sólo se percibe en el marco
de la oración que caracteriza la vida de Jesús y debe caracterizar la nuestra.
El lenguaje de la escena tiene matices del género literario apocalíptico y elementos
del Antiguo Testamento para subrayar la acción divina en esa transfiguración. El
diálogo de Jesús con Moisés y Elías resalta la trascendencia de Jesús. Moisés era el
guía liberador del pueblo de la esclavitud de Egipto y el mediador de la ley de Dios.
Elías fue el que recondujo al pueblo desde el culto idolátrico a Baal al culto del Dios
verdadero. Uno y otro sufrieron el rechazo y la persecución como Jesús. Y los dos
hablan del éxodo a completarse en Jerusalén, es decir, de su muerte y resurrección
como parte del plan de de salvación. Según la tradición judía, ambos personajes
fueron arrebatados al cielo. Al estar hablando con ellos Jesús, se expresa que éste
está al nivel de la gloria celestial.
A los discípulos que hablan con Jesús la nube también luminosa los cubrió (Éx
24,16). Ellos están envueltos en la teofanía que revela que Jesús es el Hijo amado
de Dios. Recurriendo al Dt 18,15 se subraya la necesidad de escuchar a Jesús. Lo
que realmente transfigura al hombre revistiéndolo de gloria es escuchar la palabra
de Dios en la intimidad de la oración con el Padre, es concentrar nuestra atención
sólo en Jesús, es contactar con Jesús que nos resucita en medio de los temores de
la vida y es comprender el destino del Hijo del Hombre en la Pasión. En el
seguimiento de Jesús es preciso emprender el camino aventurado de la fe, el
camino del sacrificio por amor como Jesús a favor de los sufrientes y desfigurados
de esta tierra. Los discípulos quedamos emplazados a recorrer este mismo camino,
como Pablo, escuchando el mensaje del evangelio, hasta sufrir por él, que es el
auténtico instrumento de transfiguración de la vida de los seguidores de Jesús. En
el camino cuaresmal no es necesario buscar más cruces que las que ya existen.
Bajemos, pues, desde las nubes y aterricemos donde los seres humanos llevan en
sus cuerpos las marcas de la injusticia, la desfiguración del crucificado, y entonces
experimentaremos la auténtica transfiguración de nuestra vida y de nuestro
mundo.
Cuando uno hace un viaje de día en avión, al mirar un poco hacia arriba, aún a
pleno sol se vislumbra la oscuridad del vacío. Se puede comprobar que sólo donde
hay tierra, donde hay cuerpos, donde hay materia, puede dar la luz su resplandor.
No basta el sol para que haya luz, es necesaria la tierra. También Dios es luz y
requería un cuerpo para mostrar el esplendor de su gloria. El cuerpo de Jesús, y
éste crucificado, hará brillar la gloria de Dios con todo su esplendor. La
transfiguración lo preconiza. Es paradójico que lo más opaco de la materia, un
cuerpo rematado por la muerte injusta, se transfigure en un cuerpo de gloria.
Podría parecer que la transfiguración es un acontecimiento exclusivo de Jesús, pero
no es así, pues lo que en Jesús es una realidad que revela su identidad divina y su
destino mesiánico de gloria que pasa por la Pasión hasta la cruz, en los creyentes
es una realidad dinámica de transformación continua del ser para vivir como hijos
de Dios. Pablo exhorta a los cristianos a no amoldarse a los criterios de este mundo
sino a transformar la vida con la renovación de nuestra mente, por la entrega de la
vida, como único sacrificio agradable a Dios (Rm 12,2). Los creyentes nos vamos
transfigurando en imagen de Dios por obra del Espíritu (2 Cor 3,18) Siempre es el
mismo verbo: “Transfigurar”. Con términos semejantes se expresa en Flp 3,21
afirmando la transformación de nuestra condición humilde en condición gloriosa con
su misma energía. En el contacto permanente con Jesús en la oración y mediante la
escucha de su Palabra también en nosotros se puede transformar el rostro
asemejándose al suyo. Parece un hecho comúnmente comprobable que los rostros
de un hombre y una mujer que han vivido juntos en matrimonio durante mucho
tiempo, en la madurez se acaban pareciendo también físicamente. Y es que han
compartido la vida, las alegrías y las penas, la risa y el llanto, el dolor y la
esperanza. Y sus rostros se han transformado en el del amado. Algo así puede
sucedernos a nosotros, que nuestros rostros se transfiguren con el de Jesús, al
compartir con él la entrega generosa de cada día. Permitamos que en nosotros se
realice la transfiguración de nuestra mente y de nuestro interior, mediante la
configuración de la nueva personalidad con Cristo, especialmente a través del amor
a los rostros más desfigurados del mundo. Dejemos que nuestra cara sea también
el espejo de un alma transfigurada y trastocada por la gloria de Jesús en su Pasión.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada
Escritura