II Domingo de Cuaresma, Ciclo C
Lc 9, 28-36: “Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos
eran de una blancura fulgurante”
Recordemos las tentaciones a las que el Señor Jesús fue sometido por Satanás en
el desierto. En una de ellas el Demonio le prometía la gloria del mundo entero, con
una sola condici￳n: «Te daré el poder y la gloria de todo eso… si tú te arrodillas
delante de mí» (Lc 4,6-7). Sin mucho esfuerzo, tan sólo adorándolo, tendrá en un
instante: poder, riqueza, fama.
Como al Se￱or Jesús, también a nosotros el Diablo nos ofrece “la gloria del mundo”
con sólo adorarlo: fama, reconocimiento, poder, dominio, riquezas, placer sin
límites morales. ¡Cuántos buscan esa gloria cada día! Mas la gloria que ofrece el
Príncipe de este mundo es engañosa, no sacia el anhelo de infinito, de felicidad y
plenitud del ser humano. La gloria que ofrece a quien se arrodille ante él es vana.
Hoy son muchos los que inconsciente o conscientemente, de una o de otra manera,
“venden su alma” al Demonio para gozar un tiempo fugaz de “gloria”. Son los que
hincan sus rodillas ante los ídolos del poder, del placer, del tener, ofreciéndoles
como sacrificio su propia vida. Procediendo de este modo, ciertamente ganan «el
mundo entero», pero ellos mismos se pierden y arruinan (ver Lc 9,25).
El Señor ha venido a salvar al ser humano, a reconciliarlo. No quiere que nadie se
pierda. Él conoce los más profundos anhelos del corazón humano y sabe cómo
saciar verdaderamente sus anhelos de gloria, de grandeza. A diferencia del padre
de la mentira que ofrece una gloria vana, pasajera, el Señor ofrece a todo el que
crea en Él la gloria auténtica, la que verdaderamente realiza al ser humano. Un
destello de esa gloria es la que muestra cuando en el monte Tabor se transfigura
ante Pedro, Santiago y Juan. Es ésa la gloria de la que Dios ha querido y quiere
hacer partícipe a su criatura humana.
Como vemos por el testimonio de Pedro, la participación de esa gloria llena de gozo
el corazón humano: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Haremos tres carpas: una
para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9,33). Es como si dijera:
“¡Quedémonos aquí! ¡Que esto no pase nunca! ¡Lo que ahora experimentamos nos
llena de una felicidad total!”. Estaba totalmente sobrepasado por la intensidad de
aquella experiencia.
La de Pedro, Santiago y Juan es una experiencia anticipada de la gloria que Dios
ofrece a todo ser humano, para que también nosotros la deseemos intensamente.
¿No quiero yo también esa felicidad para mí? Sin embargo, para alcanzar aquella
felicidad plena en la participación de la gloria divina, todavía —y mientras dure
nuestra peregrinación en esta vida— hemos de “bajar del monte” como aquellos
apóstoles, hemos de volver a lo rutinario de cada día, hemos de volver a la lucha
continua contra el mal, hemos de “cargar con nuestra cruz cada día” y “ser
crucificados con Cristo”, hasta que por fin, terminada nuestra peregrinaci￳n en esta
tierra, podamos alcanzar la corona prometida a quienes perseveren en la lucha
hasta el fin.
En efecto, San Beda ense￱a que “Cuando el Se￱or se transfigura, nos da a
conocer la gloria de la resurrección suya y de la nuestra. Porque tal y como se
presentó a sus discípulos en el Tabor, se presentará a todos los elegidos después
del día del juicio. El vestido del Señor representa el coro de sus santos, el cual
parecía despreciado mientras el Señor estuvo en la tierra. Pero dirigiéndose Él al
monte, brilla con nuevo fulgor. Así ahora somos los hijos de Dios, pero lo que un
día seremos, no parece todavía; mas sabemos que, cuando aparezca, seremos
semejantes a Él (1Jn 3,2)”.
Si bien estamos invitados a la gloria, no podemos olvidar que el camino para
alcanzarla necesariamente pasa por la cruz. Tampoco podemos olvidar,
especialmente en los momentos de dura prueba, que «los sufrimientos del tiempo
presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros»
(Rom 8,18). Así, pues, no temas tomar tu cruz cada día y seguir fielmente al Señor
Jesús, confiado en la promesa que Él nos hace de hacernos partícipes de su misma
gloria si hacemos lo que Él nos dice.
Concluimos con esta exhortaci￳n de San Le￳n Magno: “Que la predicaci￳n del santo
Evangelio sirva, por tanto, para la confirmación de la fe de todos, y que nadie se
avergüence de la Cruz de Cristo, gracias a la cual quedó redimido. Que nadie tema
tampoco sufrir por la justicia, ni desconfíe del cumplimiento de las promesas,
porque por el trabajo se va al descanso, y por la muerte se pasa a la vida, pues el
Señor echó sobre sí toda la debilidad de nuestra condición y si nos mantenemos en
su amor, venceremos lo que Él venci￳, y recibiremos lo que prometi￳”.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)