Ciclo C: III Domingo de Cuaresma
Pedro Guillén Goñi, C.M.
Jesús, en el evangelio de hoy, aprovecha dos acontecimientos trágicos que
sucedieron en aquel tiempo para exhortar a la conversión. Los judíos consideraban
las enfermedades y desgracias como castigo de Dios por los pecados personales y
también de los antepasados. Jesús les aclara que quienes sufren dolor físico o
espiritual no es porque Dios les ha abandonado por su pecado sino por la propia
naturaleza y condición del hombre que es limitada. La desgracia o la enfermedad no
son castigos de Dios. Dios nunca castiga sino que espera. La alegría o el dolor de
estar sanos o enfermos no debe llevarnos a pensar que estamos en el camino
perfecto o imperfecto sino en un proceso permanente de conversión y de
crecimiento interior al superar las pruebas de la vida.
La conversión se manifiesta con frutos reales. Con la parábola de la higuera que no
da frutos, Jesús nos enseña que Dios espera de nosotros obras de amor, justicia y
verdad. Nuestra respuesta al amor de Dios desde la fe presupone encarnar nuestra
vida en obras de misericordia y de ayuda a los demás. La falta de frutos es señal de
costumbre, de esterilidad y de apatía. Dios nos ofrece todo lo necesario para
responderle con garantías: su propio espíritu que es fuerza, gracia y luz; nuestra
voluntad que es capaz de vencer nuestras limitaciones y carencias y optar por el
esfuerzo y la superación. Cuando nos dejamos inundar por el Espíritu de Dios y
ponemos en marcha nuestra fuerza de voluntad con rumbo al bien, entonces los
frutos serán abundantes y profundos.
El creyente ha de vivir, según el criterio de Jesús, en actitud constante de producir
buenos y abundantes frutos. Dios nos ha dotado con la capacidad suficiente para
ello. No podemos defraudar a Dios ni desaprovechar la oportunidad de ejercer el
bien, practicar la justicia, defender la verdad, optar por el amor y tantas actitudes
que nos orienten a tomar en serio nuestra condición de cristianos en un mundo
donde “dar frutos” es signo de testimonio y misión.
“La fe sin obras es una fe muerta” (St. 2,17). Esta conocida frase resume también
el evangelio de hoy y guarda relación con el tiempo cuaresmal para relacionar
nuestra vida espiritual con la práctica de la caridad como la mejor forma de
profundizar en la conversión que se manifiesta, fundamentalmente, en la práctica
de la caridad.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)