Ciclo C: III Domingo de Cuaresma
Julio César Villalobos, C.M.
No podemos huir de Dios
¿Sabes Jesús? Cuántas veces nos haces la invitación de cambiar nuestras vidas y
no te hacemos caso, perdónanos Señor; cuántas veces nos pides que dejemos de
lado las actividades de las tinieblas para llenarnos de las armas de la luz para
conducirnos como en pleno día con dignidad, y una vez más buscamos excusas
para no hacerlo, perdónanos Señor; pensamos, Señor, que no necesitamos de
cambio alguno, pensamos que por ser de Iglesia no necesitamos cambiar,
perdónanos Señor. Por favor queremos darte el permiso para que, con tu gracia nos
transforme en hombres y mujeres nuevos-as y renovados-as. Lo necesitamos
Señor.
Nos recordamos que en el miércoles de la ceniza, al imponernos la ceniza se nos
decía: “Conviértete y cree en el evangelio”. Qué gran tarea para ti, para mí y para
todos el de convertirnos de verdad. La conversión es la característica de este
tiempo de cuaresma. El domingo pasado, hemos experimentado cómo Dios nos
invitaba a estar con Él, a experimentar su gloria, su vida misma, él mismo quiere
que nuestra vida tenga siempre un nuevo sentido (en la transfiguración: decíamos
que Dios nos invitaba a transparentar su amor, a dejarnos tocar por Él, por su
gracia).
La experiencia que tiene Moisés en el monte Horeb es especial. Hay un llamado que
Dios le hace. Moisés descubre a Dios en un acontecimiento (la zarza ardiendo) y
Dios le sale al encuentro por medio de la palabra. La conversión siempre parte de
una iniciativa divina, como nos dirá el nuevo catecismo: “Al revelarse a sí mismo,
Dios quiere hacer que los hombres capaces de responderle, de conocerle y de
amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas”
(Nvo.Catec.52). Dios sale a nuestro encuentro, ¿cuál es nuestra respuesta ante el
paso amoroso de Dios por nuestra vida?.
Con los pies descalzos y la cara tapada, espera en silencio. Se deja encontrar con
Dios. La conversión es: descalzar nuestra vida de pecado (de egoísmo, de
indiferencia, de escándalo, de falta de fraternidad, etc) y acercarnos a Dios sin
temor, confiados en que Él siempre va a estar con nosotros. Moisés escucha el
mandato de Dios: de liberar a su pueblo de la esclavitud y de guiarlo a la tierra
prometida. La conversión tiene un matiz misionero: volviendo nuestra vida a Dios,
presentar a este Dios misericordioso y compasivo (como nos dice el salmo 102 de
hoy) a todo hombre y mujer que vive al margen de él y que está sediento de su
amor. Dios le confía esa noble tarea a su pueblo, porque es sensible al clamor de
los que sufren, de los que padecen opresión y desea llevarlos a una tierra en la que
puedan forjar una sociedad justa y fraterna.
La parábola de la higuera, referida a Israel, ilustra las oportunidades que Dios
concede para la conversión. Conversión, para Jesús según nos cuenta Lucas es DAR
FRUTO, y lo dirá también en San Juan 15,5: “El que permanece unido a mí, como
yo estoy unido a él, produce mucho fruto…”
¿Cuántas veces Dios nos ha invitado a dar fruto y no lo hemos dado?, ¿cuántas
veces Dios ha pasado por aquí y lo sigue haciendo ahora y sin embargo no somos
capaces de dar el fruto que él nos pide?, como comunidad de Fe ¿hemos dado fruto
abundante?…
Esta es una parábola que a todos nos interpela: a ti, a mí, a todos, incluso a los no
católicos, a los no creyentes…
San Pablo, al dirigir su carta a los Corintios, nos interpela también para vivir bien la
Cuaresma como el tiempo para convertirnos y creer en el Evangelio, en Jesús que
cambia y transforma nuestra vida. Les cuenta a su comunidad que no todos los que
pasaron el mar rojo agradaron a Dios, fueron infieles a la Alianza, se dejaron llevar
por las tentaciones de los pueblos vecinos, se buscaron otros dioses… No basta con
pertenecer al pueblo de Dios, con venir “siempre a misa y golpearnos el pecho”, no
basta con pertenecer a tal o cual grupo o comunidad, no basta con ser bautizados,
sino que esa FE EN JESUS se debe notar (Stgo.2,14ss) en obras y/o acciones de
amor.
¿Qué clase de árbol soy?, ¿de los que dan espinas?, ¿de los que dan fruto seco y
lleno de miserias?… ¿De qué me quiero convertir hoy?: ¿de mi sequedad espiritual?,
¿de mis escándalos?, ¿de las injusticias que cometo a diario en mi casa en mi
barrio, en mi empresa?, ¿del trato inhumano que tengo con los que me rodean?,
¿de los chismes y calumnias que son como mi pan de cada día?, ¿de las
infidelidades que tengo de palabra y de obra?, ¿de qué me quiero convertir?, ¿del
aparentar que soy “buenito” del hacer creer a los demás que soy todo bondad y que
por dentro soy otra cosa?…
Conversión, como sabemos es cambio de vida, de manera de ser, de pensar, de
actuar. Pero, ¿cuál es el peligro de esta exigencia?: que todo el tiempo se nos
exhorte por parte de Dios y de la Iglesia o de algún hombre y mujer de buena
voluntad a un cambio y al final nada (la indiferencia es el 1er peligro que hay que
evitar); el 2do peligro es decir “yo soy así y a mí nadie me va a cambiar” o “así nací
y así moriré”
Cuaresma en un tiempo para volver nuestra vida a Dios, y como dice Pablo “no
ambicionar lo malo” como aquellos que sí lo hacen.
Cuaresma es un tiempo para estar con Jesús, dejar que su GRACIA REEDENTORA
nos cambie cada día, dejarnos sorprender por las manifestaciones de Dios – por su
vida misma, imitarle en el hablar y en el actuar, es confiar siempre en Él.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)