III DOMINGO DE CUARESMA, CICLO C
Convertirse o perecer eternamente
Lucas 13, 1-9 - Algunos le contaron a Jesús una matanza de galileos. Pilato los
había hecho asesinar en el Templo, mezclando su sangre con la sangre de los
sacrificios. Jesús les replicó: ¿Creen ustedes que esos galileos eran más pecadores
que los demás porque corrieron semejante suerte? Yo les digo que no. Y si ustedes
no renuncian a sus caminos, perecerán del mismo modo. Y aquellas dieciocho
personas que quedaron aplastadas cuando la torre de Siloé se derrumbó, ¿creen
ustedes que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Yo les
aseguro que no. Y si ustedes no renuncian a sus caminos, todos perecerán de igual
modo.
Jesús descarta la relación de causa entre el pecado personal y las catástrofes
naturales o la muerte violenta. Las víctimas de las catástrofes, del hambre, de las
guerras, de la violencia, del maltrato, no sufren esas calamidades por ser más
pescadores que los demás.
Y es evidente que el criterio de sufrimiento o muerte igual a castigo de Dios por el
pecado personal, no se puede aplicar a los millones de inocentes sacrificados antes
de nacer; o a inocentes muertos de hambre, catástrofes, violencia, guerras,
enfermedades por falta de medicamentos y asistencia médica… El sufrimiento es un
misterio de salvación.
Ante estas calamidades Jesús sugiere recapacitar y convertirse para evitar la
desgracia suprema e irremediable de la infelicidad eterna, privados de Dios y de
todo bien para siempre, a la vez que sujetos a toda clase de sufrimientos eternos.
Convertirse significa cambiar para mejor: mejorar la forma de ser, de sufrir, gozar,
trabajar, pensar, sentir, hablar, amar, vivir, relacionarse, orar, a imitación de
Cristo, para mejorar la vida y la felicidad propia y ajena, temporal y eterna.
Convertirse es vivir con más decisión el amor de gratitud hacia Dios y el amor
salvífico hacia el prójimo, lo cual es auténtico amor hacia nosotros mismos, que nos
pone en el real camino de la felicidad terrena y eterna que ansiamos desde lo más
profundo de nuestro ser.
Convertirse es amar de tal manera que abracemos con paciencia y ofrezcamos con
esperanza gozosa cualquier penalidad. El sufrimiento inevitable, injusto o merecido,
asociado al sufrimiento de Cristo en la cruz, es fuente segura de felicidad
verdadera, temporal y eterna.
Sería gran necedad aplazar la conversión indefinidamente, pues la muerte nos
sorprenderá cuando menos lo pensemos, con riesgo de llevarnos a la muerte
segunda o eterna, donde el mayor tormento consiste en la incapacidad de amar y
de ser amados, por no haber querido amar: ¡En eso consiste el verdadero infierno!
Quien no siente la necesidad de convertirse a Dios y al prójimo, es señal segura de
que no lleva buen camino, y necesita urgente conversión, para su felicidad temporal
y eterna.
Jesús nos indica el camino infalible para vivir en conversión continua: Yo soy el
camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6). Quien me sigue, no camina en las tinieblas y
tendrá la luz de la vida eterna. (Jn 8, 12). Quien está unido a mí, produce mucho
fruto (Jn 15, 5). Fruto de conversión y de salvación.
Padre Jesús Álvarez, ssp