Ciclo C: IV Domingo de Cuaresma
Rosalino Dizon Reyes.
Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo (Lc 6, 36)
La rivalidad entre hermanos; la percepción de parcialidad favorable al hijo menor
propenso a la indocilidad; el no apreciar los hijos qué bien se está allí en el hogar
paterno; la bondad del padre:—de esto y de algo más consta el drama en la
parábola de este domingo. Es la última de tres parábolas con motivo de replicar a
los que, a manera de un traidor, no hablan directamente con Jesús, y solo
murmuran entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y comen con ellos».
La parábola enseña que nuestro Padre celestial es muy bueno. Sin hacer cálculos
de oportunidad o importunidad, de méritos o deméritos, él nos reparte los bienes y
acepta con tranquilidad las decisiones de los que somos, por nuestra relativa
juventud, poco sabios. No se nos impone ni nos cuestiona. Y cuando nos
arrepentimos humildemente, perdona sin pedirnos cuenta de nuestros pecados.
Nos acoge con gozo, afirma incondicionalmente nuestra dignidad de hijos, nos
festeja, y reconcilia nuestros desacuerdos.
No siempre actuamos de manera digna del Padre tan bueno. Una y otra vez
andamos como el hijo menor: nos marchamos del hogar para seguir nuestros
caprichos y luego sufrir a causa de ellos; caemos en lo más hondo de la miseria
vergonzosa, quedando así clarísima nuestra falta de madurez.
Pero aun suponiendo que hayamos permanecido siempre en casa, todavía
dejaríamos mucho que desear. Inseguros y sintiéndonos amenazados, y a veces
más celosos que el Padre, ponemos en duda los motivos y las actuaciones de los
hermanos. Abrimos inquisiciones y censuramos. No tenemos pelos en la lengua:
ᆱEse hijo tuyo … se ha comido tus bienes con malas mujeres …ᄏ. Nos falta todavía
la sensibilidad fina del Señor que manda que no se le envilezca a nuestros ojos
incluso a un hermano merecedor de castigo (Dt 25, 3), y procura que se nos
despoje del oprobio de nuestra esclavitud al pecado. Parece además que poco
deseo mostramos de que se les den a las hermanas la parte que les toca.
Y no creemos del todo en el Padre misericordioso «que hace salir su sol sobre malos
y buenos y manda la lluvia a justos e injustos». Creemos más bien en un Dios que
nos destina a ser sus hijos por nuestras obras, no por pura gracia (cf. Ef 1, 11-12;
2, 8-9). Esto se demuestra en nuestro resentimiento de que a nosotros no se nos
reconoce—a pesar de nuestro servicio incansable y nuestro cumplimiento exacto de
los deberes—ni se nos conceden las cosas a las que, a nuestro modo de ver,
tenemos derecho. Propio de los que rehúsan tomarse por siervos inútiles (Lc 17,
10; XII, 14), tal resentimiento nos priva del regocijo y nos convierte en aguafiestas.
Incapaces de participar de la alegría a la que da paso el arrepentimiento de un
pecador, parecida a la alegría que provocaría un amado que, siendo muerto,
reviviese, ¿acaso no tenemos razón para preguntarnos si realmente creemos en el
Resucitado de entre los muertos?
Cada cristiano, como da a entender la parábola abierta, tendrá que responder por
su cuenta, y con los ojos directamente fijos en Jesús, no en los compañeros.
Ningún compañero puede hacerlo en lugar de otro. Solo uno mismo decidirá entrar
o negarse a entrar, unirse a la familia de Cristo o separarse, para permanecer
hermano mayor inatento que avergüenza a los que «nos representan al Hijo de
Dios, que quiso ser pobre» (XI, 725).
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)