DOMINGO III DE CUARESMA (C)
Homilía del P. Cebrià Pifarré, monje de Montserrat
3 de marzo de 2013
Ex 3, 1-8.10.13-15. / 1Cor 10, 1-6.10-12. / Lc 13, 1-9.
Resuena, insistente, en el evangelio de este tercer domingo de Cuaresma, la llamada
de Jesús a la conversión, a vivir despabilados, para salir al encuentro del Reino de
Dios que despunta en sus palabras y en sus gestos de curación, de perdón, de paz.
Para Jesús, el anhelo del Reino le era como una quemadura en el alma. Por eso no se
cansa de repetir: ha llegado la hora de buscar el reino de Dios y su justicia, la hora de
construir una vida más justa y más humana: « si no os convertís, todos pereceréis lo
mismo». Esta llamada acuciante a la conversión, Jesús la hizo a raíz de dos
acontecimientos luctuosos, de los cuales la gente de Galilea y de Jerusalén estaba al
corriente y comentaban, a buen seguro, en plazas y mercados. Uno era de carácter
político: la acción represora de Pilato contra los galileos nacionalistas, cuya sangre fue
mezclada con la de los sacrificios de animales. El otro, recordado por Jesús mismo, se
refería al accidente en el que murieron 18 hombres al caerles encima la torre de Siloé.
Son hechos de la vida de cada día, del tiempo de Jesús y de nuestro tiempo. Son
episodios de los cuales se debía hablar quizás sólo desde la curiosidad, sin sentirse
cuestionado. Si sufrieron tal desdicha, vete a saber, quizá es que se lo merecían,
pensaba la gente. Esto también ocurre hoy en día. Las desventuras y los hechos
ingratos, cercanos o lejanos, siempre nos cuestionan en cuanto al sentido de nuestra
vida, y quizás hagan tambalear sus cimientos. A veces, sin embargo, nuestra vida es
tan vacía que preferimos no pensar mucho, pasar la página, evadirnos en
explicaciones teóricas sobre quién tiene la culpa. ¿Cómo juzga Jesús estos hechos?
¿A quién atribuye la culpa? Detenerse unos momentos a reflexionar sobre la verdad
más honda de nosotros mismos, sobre el significado de los acontecimientos y la
precariedad de la condición humana, la inconsistencia de tantos ídolos que erigimos
en absolutos de nuestra vida, pide coraje; aceptar que hay que cambiar modos
erróneos de vivir la realidad, morir a eso de nosotros que es vacío de muerte, artificio,
pura apariencia, esto es doloroso. Pero sólo si sabemos morir y renunciar cada día un
poco a nosotros mismos, y aprendemos a vivir para los otros, de modo que nuestra
libertad se transforme en don y en reciprocidad, la vida será auténtica, llena de
sentido, vigorosa. El cambio de vida al que Jesús nos invita en el Evangelio de hoy,
¿no consiste acaso en hacer más auténtica nuestra vida, desde la dinámica de un
amor incansable, desde la acogida de los otros, desde el perdón que hace nuevas
todas las cosas? « ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás
galileos, porque acabaron así? … Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la
torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de
Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma
manera».
La parábola de la higuera estéril, con la que Jesús ilustra esta llamada suya a la
conversión, nos recuerda lo vacía de sentido que está la vida de quien vive sólo para
sí mismo, sin creatividad, encerrado en su egoísmo. ¿Qué sentido tendría una vida
cristiana sin seguimiento de Jesús, una Iglesia que no irradia la sencillez de las
Bienaventuranzas, una religión que no cambia nuestros corazones? Sería como la
higuera estéril. Después de tres años de no encontrar fruto, el dueño de la parábola
dijo al viñador: «Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?». Pero gracias a la
súplica del viñador, hay todavía una última oportunidad: «Señor, déjala todavía este
año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto». Con este imagen
sobre la solicitud del viñador, con el que Jesús se identifica, la parábola de la higuera
estéril pone de manifiesto la gracia paciente y amorosa de Dios, que nos da de tregua
la vida presente, y espera, confiado, que nuestro corazón, seducido por el amor y la
infinita ternura manifestados en su Cruz, se abra a su llamada. La Cruz gloriosa de
Jesús, Pascua definitiva de nuestra salvación, he aquí el signo que Dios nos dirige.
¿Sabremos descubrir un sentido más fuerte que el absurdo de nuestra muerte y de
todos nuestros fracasos? Buscar este sentido en cada instante de nuestra vida, en eso
consiste la conversión. Que nos ayude el camino de la cuaresma cristiana, y así, en el
gozo del Espíritu Santo, podamos celebrar la Pascua.