IV DOMINGO DE CUARESMA, CICLO C
MISERICORDIA SIN LÍMITES
Lc 15, 1-3. 11-32 - Jesús les dijo esta parábola: "Había un hombre que tenía dos
hijos. El menor dijo a su padre: ‘Dame la parte de la hacienda que me
corresponde.’ Y el padre repartió sus bienes entre los dos. El hijo menor juntó todos
sus haberes, y unos días después se fue a un país lejano. Allí malgastó su dinero
llevando una vida desordenada. Cuando ya había gastado todo, sobrevino en
aquella región una escasez grande y comenzó a pasar necesidad. Finalmente
recapacitó y se dijo: “Volveré donde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra
Dios y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus
empleados’. Cuando su padre lo vio venir, corrió a echarse a su cuello y lo besó. Y
el padre ordenó a sus servidores: ‘¡Rápido! Traigan el mejor vestido y pónganselo.
Colóquenle un anillo en el dedo y traigan calzado para sus pies. Traigan el ternero
gordo y mátenlo; comamos y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y
ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y comenzaron la
fiesta”.
Esta página, la más bella de toda la literatura universal, sólo podía salir de la boca
de la misma Sabiduría de Dios, Jesús, pues sólo Él conoce bien el corazón de su
Padre y el corazón del hombre.
Ningún otro podría hablar de esa forma sobre el inmenso amor misericordioso de
Dios. En ninguna otra religión se habla así de la infinita misericordia divina.
La misericordia de Dios es su capacidad irresistible de enternecerse, compadecerse,
conmoverse, perdonar, estar cercano a nosotros, al mirarnos envueltos en nuestros
pecados, debilidades, limitaciones, resistencias…
El padre no perdonó al hijo pródigo sólo por lo que éste le dijo, sino porque era hijo
suyo muy querido, y porque manifestaba su conversión regresando a casa. Dios
goza perdonándonos porque somos sus hijos queridos, a quienes el pecado pone en
manos de su enemigo y enemigo nuestro, pero nos recupera con nuestra
conversión y con su perdón.
Por eso no podemos esperar a poder confesarnos para dar a Dios la gran alegría de
perdonarnos y darnos a nosotros el gozo de sentirnos perdonados.
Dios concede infaliblemente el perdón a quien se lo pide y se convierte de verdad,
sin más condiciones. Como perdona cuando nosotros perdonamos de corazón: Si
ustedes perdonan, también el Padre celestial les perdonará (Mt 16. 14-15).
E igual perdona a quienes hace obras de misericordia: Tuve hambre y sed; estaba
desnudo, en la cárcel, enfermo..., y ustedes me socorrieron: vengan, benditos de
mi Padre, a poseer el reino preparado para ustedes desde el principio del mundo
(Mt 25, 31-46).
Sólo puede impedir el perdón de Dios quien lo rechaza; quien no reconoce ni
detesta las ofensas hechas directamente a Dios, o indirectamente en el prójimo o
en la propia persona. También se cierra al perdón de Dios quien no echa mano de
los medios para salir del pecado y evitarlo.
Si Jesús nos pide que perdonemos setenta veces siete por día, quiere decir que el
Padre nos perdona siempre que pedimos perdón con sinceridad. Jesús dijo a santa
Josefina Kowalska: “Cuanto más grande sea el pecador, tanto más derecho tiene a
mi misericordia”. Parad￳jico, incomprensible, pero es la pura verdad.
La absolución sacramental es necesaria antes de comulgar, si se tiene conciencia de
pecado mortal. Sin embargo, podemos hacer la comunión espiritual, tan venida a
menos, y que consiste en ponernos, arrepentidos, en brazos de Cristo como el hijo
pr￳digo, suplicando: “Se￱or, yo no soy digno de llamarme cristiano, mas ven a mi
corazón y a mi vida, a mis penas y alegrías, a mi trabajo y a mi familia. No te
merezco, pero te necesito”.
Padre Jesús Álvarez, ssp