IV Domingo de Cuaresma, Ciclo C
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo
tuyo”
Las lecturas de este Cuarto Domingo de Cuaresma siguen teniendo como tema la
conversión, idea central de toda la Cuaresma. El Evangelio nos trae la muy favorita
parábola del Hijo Pródigo, aunque puede llamarse más propiamente la parábola del
Padre misericordioso dado que su finalidad es revelar las entrañas misericordiosas
de Dios.
El hijo del padre misericordioso, en tierra extraña, derrocha toda su fortuna
viviendo como un libertino. Le va “bien” mientras le duran sus bienes, pero cuando
se le acaba la herencia, todos lo abandonan y lo dejan solo. A la experiencia de
abandono y soledad se añade la del hambre, que le lleva no sólo a asumir un
trabajo que para los judíos era el más degradante de todos, sino incluso a querer
alimentarse de la misma comida que le daba a los cerdos. No podía caer en una
situación más baja ni deshumanizante.
San Juan Crisóstomo ense￱a que “Después que sufri￳ en una tierra extra￱a el
castigo digno de sus faltas, obligado por la necesidad de sus males, esto es, del
hambre y la indigencia, conoce que se ha perjudicado a sí mismo, puesto que por
su voluntad dejó a su padre por los extranjeros; su casa por el destierro; las
riquezas por la miseria; la abundancia por el hambre, lo que expresa diciendo:
“Pero yo aquí me muero de hambre”. Como si dijese: yo, que no soy un extra￱o,
sino hijo de un buen padre y hermano de un hijo obediente; yo, libre y generoso,
me veo ahora más miserable que los mercenarios, habiendo caído de la más
elevada altura de la primera nobleza, a lo más bajo de la humillaci￳n”.
Hasta este punto la historia que propone el Señor Jesús expone figurativamente las
terribles y tremendas consecuencias que trae al propio ser humano el pecado, el
rechazo de Dios y de sus amorosos designios. Es lo que el Papa Juan Pablo II
describía sintéticamente de este modo: “En cuanto ruptura con Dios el pecado es el
acto de desobediencia de una creatura que, al menos implícitamente, rechaza a
Aquél de quien salió y que la mantiene en vida; es, por consiguiente, un acto
suicida. Puesto que con el pecado el hombre se niega a someterse a Dios, también
su equilibrio interior se rompe y se desatan dentro de sí contradicciones y
conflictos. Desgarrado de esta forma el hombre provoca casi inevitablemente una
ruptura en sus relaciones con los otros hombres y con el mundo creado. Es una ley
y un hecho objetivo que pueden comprobarse en tantos momentos de la psicología
humana y de la vida espiritual, así como en la realidad de la vida social, en la que
fácilmente pueden observarse repercusiones y se￱ales del desorden interior” (RP
15).
El camino de retorno se inicia con un acto de humildad, de reconocimiento de su
situación miserable así como de toma de conciencia de su propia identidad de hijo.
“Entrando en sí mismo”, recapacitando y volviendo en sí luego de estar tanto
tiempo alienado, enajenado, alejado de su propia identidad, decide buscar a su
padre para pedirle perdón y ser admitido como un jornalero más. Sabía que nada
más merecía.
La reacción del padre al ver venir al hijo es muy diversa a la de la justicia humana.
Queda evidente que Dios no trata al pecador como merecen sus culpas y rebeldías.
El padre nunca ha dejado de amar al hijo. Por eso al verlo a lo lejos sale corriendo a
su encuentro, lo abraza, lo besa, manda que lo revistan nuevamente con trajes que
van de acuerdo a su dignidad de hijo y lo admite nuevamente a la comunión
mandando hacer fiesta, matando al ternero cebado para celebrar un banquete.
El Señor Jesús proclama que en Él la misericordia del Padre sale al encuentro de la
miseria humana, proclamándose así el triunfo del Amor sobre el pecado y la
muerte. Dios, que es Padre “rico en misericordia” (Cfr. Ef 2, 4), no quiere la muerte
del pecador, sino que abandone su mala conducta y que viva (Cfr. Ez 33,11) una
vida digna de su condición de hijo de Dios. Por esto san Pablo nos suplica a todos:
“Les suplicamos que no hagan inútil la gracia de Dios que han recibido… Este es el
momento favorable, éste es el día de salvación” (2 Cor. 5, 1-2). La Cuaresma es
tiempo propicio para convertirnos y “volvernos justos y santos”, (2 Cor. 5, 21).
“Si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”. La grave y
repetida advertencia del Se￱or: “si ustedes no se convierten, todos perecerán de la
misma manera”, es una seria invitaci￳n al cambio. Quien se obstina en el mal
camino y no se convierte al Señor de corazón camina hacia la propia y definitiva
destrucci￳n, a la muerte eterna. Es de esta “segunda muerte” (ver Ap 20,6.13-15;
21,8) de la que advierte el Señor.
No es que Dios se complazca en el castigo, Él no quiere la muerte del pecador, sino
que se arrepienta y viva, como ense￱a San Basilio cuando dice que “Es propio de la
divina misericordia no imponer castigos en silencio, sino publicar primero sus
amenazas excitando a penitencia, así como hizo con los ninivitas y ahora con el
labrador, diciendo “C￳rtala”, estimulándolo a que la cuide y excitando al alma
estéril a que produzca los debidos frutos”.
En este tiempo de Cuaresma no podemos perder de vista que además de
esforzarnos por abandonar nuestros vicios y rechazar el pecado, la conversión que
el Se￱or quiere de nosotros consiste asimismo en dar fruto: “La gloria de mi Padre
—dice el Señor— está en que den mucho fruto, y sean mis discípulos» (Jn 15,8).
Esos frutos son las obras buenas.
Así como los frutos de una higuera son concretos, visibles, así también deben ser
los frutos en nuestra vida cristiana: deben ser concretos, visibles a los demás. No
se trata ciertamente de buscar ser reconocidos, apreciados, aplaudidos, enaltecidos
por los frutos de las buenas obras, sino que se trata de que muchos al ver tus
buenas obras “glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16). No se
trata de alimentar tu vanidad buscando que por tus obras seas alabado, sino de
señalar siempre humildemente el origen de todo lo bueno que tú puedes hacer:
Dios.
Usando la imagen agrícola del Señor, podemos decir que todo esfuerzo por
despojarnos de los vicios (Cfr. Col 3,9-10) y cortar las conductas pecaminosas que
nos impiden dar frutos de santidad se compara a la poda. Al podar un árbol se le
despoja de todo aquello que consume inútilmente el vigor que necesita para dar
mucho y buen fruto. Podar un árbol es quitarle algo que no sirve para que dé más
de lo que verdaderamente sirve (Cfr. Jn 15,2). En este sentido, la «conversión
significa eliminar los obstáculos que se interponen entre Él y nosotros, entre su
gracia y nosotros, y permitir que Su vida se instaure en nosotros. Convertirse
quiere decir adquirir una mentalidad nueva, por la que vemos como ve Jesús,
queremos como quiere Jesús y vivimos como vivió Jesús. Vivir de Él y como Él es el
fin del cristiano, hasta el punto de que puede decir con San Pablo: “no vivo yo, sino
que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20)ᄏ (S.S. Juan Pablo II).
Dios, que es “rico en misericordia, por el grande amor con que nos am￳” (Ef 2,4),
ha hecho y hace todo lo que está de su parte para que podamos responder a
nuestros anhelos de plenitud, de felicidad, de amor, de Infinito: “﾿Qué más se
puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho yo?” (Is 5,4). ᄀDios ha hecho
hasta lo impensable, lo inaudito! ¡Dios nos ha entregado a su propio Hijo! Por Él nos
ha dado a la Iglesia y por ella ha puesto a nuestro alcance los medios necesarios
para poder vivir la vida en Cristo: los sacramentos. Ahora implora nuestra
respuesta generosa y nos alienta a que acojamos la gracia derramada en nuestros
corazones (Cfr.Rom 5,5), que no la tornemos estéril sino que con nuestra decidida
cooperación produzcamos en la vida cotidiana frutos de conversión (Cfr.1Cor 15,10;
2Cor 6,1-3).
¿Y qué frutos concretos espera el Señor de mí? Frutos de servicio y atención a los
miembros de mi propia familia; frutos de perdón y reconciliación con quienes me
han o he ofendido; frutos de solidaridad y caridad con los necesitados; frutos de
generosidad con quien me pide cualquier tipo de ayuda; frutos de estudio y
conocimiento de la propia fe para poder dar razón de ella a muchos; frutos de un
apostolado irradiante; etc.
Demos, pues, los frutos que el Señor espera de nosotros, fuertemente adheridos al
Señor, nutriéndonos de la savia viva de su amor y de su gracia, con la conciencia
de que sin Él no podemos dar fruto (ver Jn 15,4-5). Los nuevos tiempos requieren
dar cuenta de la experiencia de Dios, hoy es urgente conocer y explicar nuestra fe
en Jesucristo, en nuestra Iglesia, y vivir lo que creemos para no terminar creyendo
como estamos viviendo.
Que nuestra Señora de la Soledad nos ayude a avanzar paso a paso mediante los
actos de cada día sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la
Palabra de Cristo, nos ayude a dar lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de
Dios.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)