Domingo I de Cuaresma del ciclo C.
Más allá de las tentaciones.
La Cuaresma es el tiempo litúrgico en el que más nos esforzamos para
convertirnos al Evangelio. Es verdad que todos los días del año deseamos
parecernos más a Jesús en nuestra conducta, pero, durante la cuarentena de días
que acompañamos al Mesías a Jerusalén para verlo padecer para demostrarnos que
Dios nos ama, sentimos con más intensidad el deseo de ser fieles imitadores del
Hijo de María.
¿Qué entendemos los católicos por tentación?
Llamamos tentación a todo deseo que podemos tener en cualquier momento de
incumplir la voluntad de nuestro Padre común.
Dado que no podemos controlar los pensamientos que nos pasan por la mente
independientemente de que estos sean buenos o malos, los últimos no deben ser
considerados pecaminosos, exceptuando el caso de que sintamos que hacemos lo
correcto al albergar los mismos en la mente.
Con el fin de que aumentemos nuestra creencia con respecto a que nuestro Padre
común nos ayuda a superar las dificultades que caracterizan nuestra vida, a pesar
de que la carencia de fe en Él que tenemos hace de este hecho una tarea muy difícil
en muchas ocasiones, os envío una dinámica que escribí el pasado año 2003, para
que aquellos catequistas a los que en aquel tiempo ayudaba en su trabajo, pudieran
narrarles a sus oyentes una parte de la vida de Moisés. El relato está escrito en
primera persona, pues está concebido como si el propio Moisés nos lo narrara antes
de morir.
"Salido de las aguas.
Primera parte.
Hubo un tiempo en que los descendientes del último de los tres grandes
Patriarcas de Israel se multiplicaron tanto en la tierra de Egipto, que Faraón temió
que estos se aliaran con sus posibles enemigos en un futuro cercano o lejano e
invadieran su país, obteniendo así el señorío sobre aquella legendaria tierra.
Previendo una situación de desastres inevitables, Faraón esclavizó a todos los
descendientes de Jacob, los cuales trabajaron en la construcción durante
cuatrocientos treinta años. La fuerza de espíritu del pueblo elegido por Dios para
llevar a cabo el designio del Todopoderoso de tener fe en Él durante los más de
cuatro siglos que se prolongó su esclavitud y de serle fiel al recuperar su tan
soñada libertad, les fue dada por el Espíritu Santo a los citados descendientes del
último de los tres grandes Patriarcas de Israel. Esta fue la causa por la que los
israelitas, ni en las peores condiciones que podían sobrevivir, dejaban de ser un
pueblo numeroso y temido por sus dueños.
Hubo un tiempo en que la máxima autoridad de la tierra consideró oportuno el
hecho de tomar medidas para evitar el excesivo aumento de la población hebrea,
así pues, esta fue la causa por la que les ordenó a las parteras que atendían a las
mujeres hebreas que asesinaran a todos los varones que nacieran entre los
descendientes de Jacob. Aquellas mujeres, ora por lástima por la vida de dichos
niños, ora por causa de sus convicciones religiosas, -quizá arriesgándolo todo para
complacer al dios o a los dioses en que creían-, desobedecieron a la máxima
autoridad de Egipto.
Cuando Faraón llamó a las parteras para preguntarles por qué habían
desobedecido su orden, ellas le respondieron bajo la inspiración del Espíritu Santo
en estos términos:
"Las mujeres hebreas son muy saludables, así pues, cuando llegamos a sus
casas, nos encontramos que ellas ya han dado a luz".
Las parteras no hablaron inducidas por su miedo, así pues, Faraón las creyó,
porque le hablaron sinceramente, mirándolo a los ojos sin pestañear, con gran
franqueza, y sin ladear la mirada una décima de segundo.
Aquel que había sido designado por los dioses para gobernar la tierra de Egipto,
siguió con la firme resolución de evitar a toda costa que la población de los hebreos
siguiera multiplicándose.
Fue precisamente en aquel tiempo, cuando en el barrio de los hebreos, nació un
niño, el cual fue amamantado por su madre durante tres meses, pero, llegado el día
en que esta no pudo tener a su hijo junto a sí, porque corría el grave riesgo de ser
descubierta por las autoridades, las cuales no dudarían un sólo instante en
escarmentar a toda su familia, tuvo que deshacerse de él.
Aquella mujer, -mi madre-, me introdujo en una cesta, la cual fue depositada
junto a las aguas del Nilo, donde, por obra y gracia del buen Dios, fui visto por la
hermana de Faraón, quien con el consentimiento de su hermano, me crio como si
fuera su hijo, permitiendo que mi madre hebrea fuera mi nodriza.
Dios quiso que yo fuera educado en el conocimiento de las ciencias de los
egipcios. La familia de Faraón me enseñó un camino a través del cual podía
convertirme en un semidueño de la tierra de Egipto, pero jamás podría comprender
la razón por la que nos es necesario aceptar el desafío de resolver nuestras dudas
para que la fe en Dios nos colme de bendiciones, de no haber sido porque Dios me
ayudó a ello cuando lo consideró oportuno.
Crecí según como estaba establecido que creciera el hijo de Faraón, ignorando
cual era la forma en que mis hermanos de raza eran explotados
inmisericordemente.
Cuando crecí y me convertí en un respetable príncipe de la tierra de Egipto, hubo
un día en que tuve la oportunidad de ver cómo uno de los capataces egipcios
maltrataba a un esclavo. No existe lógica alguna -más allá de nuestra fe común-
que pueda explicar la razón por la cual, yo, Moisés, príncipe de Egipto, asesiné al
citado capataz, compadeciéndome del esclavo malherido a golpes de látigo.
Un día después que cometí aquel crimen, intenté evitar que dos esclavos riñeran
entre sí, pero uno de ellos, me dijo:
"Príncipe de Egipto, a pesar de que posees buena parte de las riquezas de esta
tierra, no eres tan importante como para poder tomar decisiones interviniendo en
las disputas de los miembros de un pueblo al que perteneces convirtiéndote en su
enemigo, así pues, de nada te sirvió ocultar el hecho de haber asesinado al capataz
y haberlo enterrado en la arena para que nadie sepa que eres un asesino".
La noticia de que yo había cometido el citado crimen era evidente. No tardaría
mucho tiempo el hecho de llegar a oídos de aquel a quien hasta aquel día llamé
padre el citado hecho, por lo cual este me perseguiría para arrebatarme la vida.
Esto no era muy probable que sucediera teniendo en cuenta que yo era tenido
como el hijo de una princesa, pero, dado que fui tenido como tal hacía varias
décadas, pensé que debía desconfiar de la protección legal que supuestamente
debería haber amparado mi vida.
Al internarme durante cuarenta días en el desierto, me despojé de todo aquello
que había poseído desde los años de mi niñez hasta aquel día, así pues, Yahveh se
valió de aquella circunstancia para empezar a desnudarme de la vestimenta
humana que me cubría para revestirme con los dones y virtudes de su Santo
Espíritu.
El calor del desierto era agotador, y el frío nocturno me entumecía los huesos y
me producía heridas en la piel. La peregrinación a través del desierto, no se
asemejaba en nada a la vida en el palacio de la familia que sacrifiqué al proteger la
vida de un esclavo al que quizás no mucho tiempo después habría podido asesinar
otro capataz desconsiderado con quienes son más débiles que él.
Mi madre egipcia me dijo en el pasado que era un gran príncipe, a quien lo único
que me faltaba aprender era a hacerme respetar sin por ello estimar más vida que
la de mis semejantes del palacio faraónico y mi propia existencia, muy a pesar de
los mandamientos contenidos en el Libro de los muertos.
En conformidad con la sucesión de los días que me parecían interminables, me
eran difíciles de soportar las alucinaciones que padecía, la sed me asfixiaba, y me
faltaban las fuerzas para buscar mi destino incierto. La confusión se adueñaba de
mi vida por momentos, a medida que el agotamiento me mortificaba. Quizá debía
haber fingido que no me percataba de la situación que vivió el esclavo al que
defendí en perjuicio de mis intereses personales, pero...
¡Al fin un día vi un pozo a lo lejos!. Unos pastores embrutecidos estaban forzando
a tres jóvenes para que las tales los dejaran abrevar sus rebaños, las cuales
también tenían ovejas, por lo que pensé que quizá el agua escaseaba en aquel pozo
cuando se enzarzaron en una disputa con aquellos hombres de quienes pensé que
eran capaces de agredirlas.
Nuevamente, sin pensar que quizás podría volver a arrepentirme de meterme
donde nadie me había llamado, tomé cartas en este nuevo asunto, pues no
soportaba ver cómo las pobres jóvenes eran perjudicadas en aquella pelea al no
estar en condiciones de enfrentarse a dichos pastores, quizá porque aquella nueva
drástica situación, me recordó a mis hermanos de la raza hebrea, a quienes me
dejé en Egipto padeciendo bajo la tiranía de Faraón.
El padre de las jóvenes se llamaba Jetró. Este sacerdote madianita organizó una
fiesta en su pobreza y mayor riqueza para proclamar la grandeza de un acto mío
que para mí fue insignificante.
Me costó un gran esfuerzo el hecho de acostumbrarme al estilo de vida ruda de
los pastores, pero entre los tales existía un halo de sencillez que me resultó
fascinante hasta el punto que me hizo olvidar otras cosas que en el pasado fueron
fundamentales en mi vida, y en el tiempo que fui pastor y trabajé para Jetró, no
eran más que simples vanidades.
Me gustó la vida de pastor. Tomé la decisión de casarme con Séfora, la hija
mayor de Jetró.
Varios años después, tuve dos hijos, seguí pastoreando los rebaños de mi suegro,
y, al acostumbrarme a la impotencia que me causaba el hecho de no poder volver a
Egipto a concederles la libertad a mis hermanos de raza, pude pensar que era feliz.
El contacto con la naturaleza me ayudó a valorar el silencio que en el pasado faltó
en mi vida para ordenar mis pensamientos sin que el orden de las actuaciones de
mi vida estuviese previsto por una autoridad superior al mando de mi voluntad.
Había un hecho entre las sencillas gentes de Madiam que me extrañaba, pues las
tales creían en un Dios que no tenía nombre, decían que eran descendientes de
Ismael el árabe, y tenían un monte sacro, al cual no subirían ni para adquirir la
mayor riqueza del mundo. Los madianitas creían en el Dios carente de nombre,
pero hablaban de Él con miedo.
Yo conocía las ciencias egipcias, las cuales no me hacían recordar ninguna
información referente a un Dios tan extraño y misterioso. Este hecho me impulsó a
subir al citado monte sacro para descubrir esa leyenda legendaria que tanto me
despertaba la curiosidad.
Cuanto más me acerqué a la cima del monte el día en que decidí ascender a la
cumbre del mismo, la curiosidad me impulsaba a caminar más rápidamente, pues
tenía impaciencia por descubrir tan extraño misterio. En la cima del monte, había
una cueva, la cual supuse que podría ser la propiedad del misterioso Dios sin
nombre. No pude evitar el hecho de pensar:
"¡Qué templo tan pobre para ser la morada de un Dios tan grande e importante y
para tan buen profesional en la tarea de hacerles sentir miedo a sus adeptos!".
Cuando entré en la cueva, vi un resplandor en el fondo de la misma. Cuando me
acerqué a la citada luz, vi que se trataba de una zarza ardiente. La sorpresa que
me llevé fue mayúscula cuando vi que la citada zarza no era consumida por la
pequeña llama que la envolvía. ¡Jamás había visto un prodigio tan raro y extraño!.
"-Moisés, Moisés".
Oí una voz que me llamó. No podía decir con certeza si la voz que oí procedía de
la zarza ardiente, de la parte más profunda de la cueva, del cielo o de cualquier
otra parte.
"-Moisés, Moisés".
La sensación que sentí fue semejante al temor, o, mejor dicho, al miedo.
"-¿Quién me llama?" -respondí-.
A continuación, añadí:
"-Aquí estoy, Señor".
Mi interlocutor era el Dios en quien creían mis hermanos de raza y los
madianitas. Dios me dijo que tenía presente el clamor de aquellos que eran
maltratados injustamente en la tierra de Egipto, y que me designó a mí para que
fuera su intermediario ante Faraón, para abolir la esclavitud en el país en que viví
bajo el amparo del llamado "Señor del día y de la noche" y de mi amada madre
Lidia.
Yo no intervine nunca en los asuntos competentes de aquel a quien llamé padre
durante la mayor parte de los años de mi vida, pues lo único que Faraón me ordenó
es que adquiriera información referente a las ciencias y que participara en los actos
más trascendentales de la corte faraónica, por lo cual me sentía impotente para
contradecir a la más elevada autoridad del país.
¿Qué le podía decir a Faraón para que me creyera?
¿Cómo podrían creer los hebreos que el desaparecido príncipe tartamudo de
Egipto era el enviado de Dios para concederles su anhelada libertad?
Ante mis preguntas, el Dios de los descendientes de los grandes Patriarcas de
Israel, me entregó un cetro, me ordenó que dejara el mismo en el suelo, y, al
instante, el símbolo de la autoridad de Dios, se transformó en serpiente. Este
prodigio se asemeja mucho al poder que en Egipto se les atribuye a los sacerdotes
para hacer prodigios grandes como el que Yahveh me mostró.
El Dios desconocido por los egipcios me ordenó que cogiera la serpiente por la
cola, para que la misma volviera a ser un cetro.
Dios me dijo que utilizara la citada señal ante el Faraón de Egipto para
convencerlo del poder del Todopoderoso, a pesar de que Faraón no creería en el
poder del Dios que adoraban los hebreos siempre, incluso cuando estaban
desesperanzados por la forma inhumana en que eran tratados.
Con respecto a los hebreos, Dios me dijo que les dijera que Él era el creador de
Abraham, Isaac y Jacob.
Las respuestas con que Dios contestaba mis preguntas no aclaraban mis dudas,
pues jamás hasta aquel día había experimentado el poder de aquel extraño Ser
mitológico para poder creer en Él hasta tomar la opción de actuar en su nombre.
El Señor me dijo que introdujera mi mano en mi pecho, y, con sorpresa, vi mi
diestra cubierta de lepra. Sentí que se me cortó la respiración al ver cómo se me
desprendía la carne de la mano. Jamás en mi vida había sentido tanto miedo e
impotencia.
Dios me dijo que metiera mi mano en el pecho por segunda vez, y, de esta
forma, quedé restablecido de la mortal enfermedad.
Después de contemplar y vivir este prodigio, sólo sabía que me seguía sintiendo
impotente para llevar a cabo la misión que Dios me encomendó. Yo era tímido,
jamás había intervenido en ningún asunto relacionado con la política, y, para
colmo, también era tartamudo.
Dios me dijo que mi hermano Aarón hablaría por mí tanto ante Faraón como ante
mis hermanos de raza, y que no tuviera miedo, porque el Todopoderosos siempre
estaría conmigo. Intenté convencer a Dios para que designara a otro profeta más
diestro que yo para llevar a cabo su propósito, pero Él gritó con una profunda
convicción:
"-¿Quién ha creado el cielo y la tierra?
¿Quién sostiene el universo?
¿Quién hizo a los cojos, a los mancos y a los ciegos?
¿Quién es el señor de la vida?".
Dios quiso hacerme comprender que no podía escapar de aquella situación que
tanto miedo me causaba, por lo que tenía que aceptar el hecho de cumplir su
voluntad. Apenas tomé la citada decisión, no supe cómo sucedió -lo supe conforme
viví la experiencia de Dios-, pero empecé a sentirme fuerte para hacer lo que Dios
deseaba que hiciera.
Con el símbolo del poder divino en la mano, salí de la cueva. Sentí que la brisa
me acariciaba como jamás antes lo había hecho. Descendí del monte con el corazón
henchido de paz y felicidad.
Mis familiares, los que tanto me amaban, se mostraron preocupados por mi
tardanza, pues me hicieron constatar que había perdido la noción del tiempo al
encontrarme con el Dios de los hebreos.
Después de reunirme con Séfora, mis hijos y Jetró, les narré mi experiencia, y,
aunque intentaron creerme, se entristecieron al saber que tenía que volver al país
en que se me podía condenar a muerte, dado que asesiné a un capataz egipcio para
evitar la muerte de un esclavo hebreo. Entre mis familiares, tenía un plan de vida
excelente, pues tenía mujer, hijos y trabajo... A pesar de todos los motivos que
tenía para no volver a Egipto, tenía que llevar a cabo el cumplimiento de la
voluntad del Dios que me llamó para que le hiciera de profeta y de libertador de su
pueblo.
Meditación.
¿Hizo lo correcto la madre de Moisés al abandonar a su hijo cuando este tenía
tres meses?
Aquella esclava ocultó a su hijo con la intención de criarlo y disimular su
nacimiento, para ver si los egipcios decidían no asesinarlo cuando descubrieran que
no era un recién nacido. Aquella mujer que abandonó a su hijo en una cesta confió
en el Dios que tenía poder para impedir la muerte de aquel cuyo nombre significa
"Salido de las aguas".
Consideremos que la mano de Dios actúa tras nuestras intenciones en los
momentos en que tenemos la más plena certeza de que hemos sido aplastados por
la adversidad, aunque no por ello se nos debilita la fe.
Moisés creció en el seno de una familia colmada de bienes materiales, y Jesús, -el
Profeta de Nazaret-, creció en el seno de una familia con múltiples carencias
terrenales, las cuales fueron suplidas por muchos dones y virtudes celestiales.
Moisés era tartamudo y tímido. Jesús, el predicador que conoció la pobreza en su
más tierna infancia y desde entonces no tuvo más remedio que luchar contra la
adversidad o dejarse aplastar por las circunstancias calamitosas de su vida y el
tiempo en que moró en Palestina, al tener la necesidad de lo que en mi pueblo
llamamos "buscarse las habichuelas", tuvo que aprender a desenvolverse en todos
los terrenos que la vida le presentó para que pudiera crecer en gracia y santidad.
¿Quién no ha tenido la oportunidad de imitar a San Pablo en su caída del caballo
para convertirse a Dios?
¿Quién de nosotros no ha sido golpeado en lo más profundo de su ser para
aceptar lo que en algún momento hemos llamado contravalores y ahora constituye
el fundamento de nuestra fe cristiana y católica?
¿Hemos pensado que nos es necesario ser semejantes a la zarza que Moisés
contempló en el Sinaí?
¿Somos conscientes de que hemos de dejar que el fuego de Dios arda en
nosotros para consumir nuestros defectos y purificarnos para que podamos usar
más convenientemente los dones y virtudes que Dios nos ha concedido?
Al igual que más de mil años después le aconteciera a San Pablo en su camino a
Damasco, Moisés en el desierto se vio obligado a desnudar su alma de todo aquello
que aprendió en Egipto, para poder afrontar una situación de interiorización que
nos es necesaria a todos los creyentes, con tal que la verdad de Dios penetre
nuestros corazones.
Segunda parte.
Aquel mismo día en que Yahveh se me manifestó, mis hijos, mi esposa y yo,
renunciamos a nuestros seres queridos y a nuestras posesiones, para ponernos al
servicio del Dios de la montaña. ¿Quién podría decirnos que aquella renuncia que
hicimos no era de carácter temporal? Esperábamos volver a Madiam una vez que
Yahveh hubiera redimido a su pueblo de la esclavitud de la tierra de Egipto, pero
ignorábamos que el Todopoderoso tenía planes con respecto a nosotros muy
diferentes del estilo de vida al que nos habíamos acostumbrado.
Todos los que me vieron aquel día me dijeron que mi cara irradiaba una luz
especial y deslumbrante. Esa luz se me extinguía del rostro a medida que pensaba
que me era necesario volver al país en que sólo era recordado como un vulgar
asesino. Mis privilegios de príncipe egipcio habían quedado ocultos en la nada hacía
bastantes años. ¿Cómo podía explicarle a Lidia, mi madre egipcia, que no debía
interceder ante mi hermano Ramsés para que me tratara con clemencia?
¿Cómo podría explicarles a quienes aún me amaban que era necesario que yo
fuese causa de escándalo para ellos, y que ellos debían ser eminentes signos de
contradicción para mí?
¿Cómo podrían los hebreos aceptarme como enviado de aquel Dios que no se
había manifestado a su pueblo durante alrededor de cuatro siglos?
Al fin nos anocheció atravesando el desierto. Mi familia y yo nos dispusimos a
descansar cuando un hombre armado con una espada se presentó ante nosotros y
se dispuso a asesinarme. ¿Quién podría habernos perseguido desde Madiam para
impedir el cumplimiento de la Palabra de Dios? Aquel hombre era un ángel del
Señor. Séfora cogió un cuchillo y circuncidó al más pequeño de nuestros hijos
mientras gritó a pleno pulmón:
"-Tú eres mi marido, eres mi marido según el rito de la circuncisión".
Una vez hubo acabado Séfora el rito hebreo, el citado ángel desapareció de
nuestra vista, y no le volvimos a ver jamás.
Si yo hubiera estado sólo en el desierto, los días no hubieran sido tan amargos y
difíciles, pues mis familiares no hubieran sido víctimas de la sed ni de las
inclemencias del tiempo, ni mi hijo tampoco hubiera tenido que sufrir los terribles
dolores de la circuncisión.
Seguimos caminando a través del desierto. Decidimos aprovechar las bajas
temperaturas de la noche para caminar algunas horas más de lo que
acostumbrábamos hacerlo con tal de descansar durante algunas de las horas que el
sol abrasaba el desierto con gran rigor.
Cierto día divisamos a lo lejos a un hombre que se nos acercaba fatigosamente.
Parecía que ese hombre que se nos aproximaba me miraba atenta y
ansiosamente... ¿Sería aquel hombre otro ángel del Dios y Señor de los hebreos? El
misterioso pordiosero se nos acercó, me preguntó si era el príncipe Moisés, y le
respondí que mi principado ya no existía, le dije todo lo que me había acaecido en
presencia del Dios de la zarza ardiente, y él me dijo que Dios lo había enviado para
que fuera mi voz ante el "señor de la tierra de Egipto" y de nuestros hermanos de
raza.
El nombre de dicho hebreo era Aarón, mi hermano. Cuando mi hermano se nos
presentó, nos abrazamos y besamos. Quise invitar a mi hermano a que descansara
junto a nosotros, pero él no quiso que reposáramos. Yo casi había olvidado la
terrible situación que vivían mis hermanos de raza con el paso de los años, pero
Aarón no dejó de vivir ni un sólo momento de su vida en su propia piel trabajos y
torturas de diversa índole, por lo cual, me animó gritando con fuerza:
"-¡No debemos descansar ni un sólo instante hasta que se haya cumplido la
voluntad de Dios!".
Yo oré en alta voz, diciendo:
"-Señor Dios Todopoderoso, a ti que te has dignado mirar el sufrimiento de los
hijos de tu pueblo escogido de entre todas las naciones para manifestar tu gloria y
santidad, deseo pedirte que perdones mi tibieza, esa pereza con que hui del dolor
de los hijos de tu pueblo, cuando me faltó el valor que necesitaba para concluir el
cumplimiento de la misión que me hiciste emprender cuando asesiné al capataz que
castigaba cruelmente a uno de tus fieles".
Aarón había sido castigado de múltiples maneras por lo cual no sentía miedo
alguno ante la posibilidad de ser golpeado o azotado nuevamente, pero yo, que fui
criado como un niño consentido, como un personaje al que se le ocultaron todos los
tipos de sufrimiento existente, se me hacía penoso el hecho de pensar en los
maltratos que podía esperar, así pues, a medida que nos acercábamos a Egipto, me
hacía más consciente de que tanto mis hijos, como Séfora y yo, nos convertiríamos
en esclavos, a partir del momento en que entráramos al poblado de los hebreos.
Durante la peregrinación que emprendimos desde Madiam a Egipto, Dios no se
nos manifestó, pero Aarón y Séfora nos enseñaron a mis hijos y a mí a orar, y, esa
viva comunicación con el Dios que permanecía en silencio, nos ayudó a soportar las
contradicciones y torturas que temíamos que cayeran sobre nosotros como las
piedras que los hebreos arrastraban para edificar templos y pirámides sobre
nuestras cabezas.
Al fin llegamos a Egipto, la tierra en la que lo primero que tuve que hacer es
rechazar la tentación de dejarme arrastrar por la melancolía, pues me era necesario
ser fuerte para cumplir la voluntad de Dios durante cada instante de los años de
vida que aún me quedaban. Yo pensé que, apenas se hubiera cumplido el designio
redentor de Dios, mis familiares y yo volveríamos a Madiam, y llevaríamos con
nosotros a mis hermanos y a mi madre, para que fueran felices junto a nosotros,
pastoreando los animales de mi suegro Jetró.
Al fin cayó la noche sobre la tierra de Egipto. Cuando transcurrió un buen rato a
partir del momento en que los hebreos concluyeron su jornada laboral, nos
reunimos con nuestros hermanos de raza, a quienes Aarón les explicó la misión que
Dios me encomendó. Algunos hebreos eran escépticos con respecto al relato de
Aarón, pues muchos de ellos carecían totalmente de fe, pero un importante número
de nuestros hermanos estuvieron de acuerdo con nuestras pretensiones, así pues,
lo más pronto posible, Aarón y yo, nos presentaríamos ante Faraón, para pedirle lo
que nos dijo Dios:
"-Deja que mi pueblo se dirija al desierto durante tres días para ofrecerme
sacrificios".
El hombre a quien en el pasado llamé padre había muerto. Ramsés, a quien
siempre tuve por hermano, era el actual señor de toda la tierra.
Cuando estuvimos en la presencia de Faraón, creí que las emociones que sentí
constituyeron para mí un sin número de contradicciones que me hicieron difícil el
hecho de transmitirle a Ramsés el mensaje que recibí de parte del Dios de los
ejércitos.
En el palacio faraónico los que nos vieron nos miraron con cara de sorpresa,
asombro y alegría. No pude evitar el hecho de horrorizarme al pensar que todos
recordarían el crimen que cometí en el pasado con tal de salvar la vida a un
esclavo.
Faraón, excepcionalmente, quiso evitar el hecho de hacerme justicia, por lo que
fingió que no recordaba mi delito, pues sin duda alguna supuso que aquel hecho
hizo mi situación muy difícil y comprometedora. A pesar de ello, yo no podía fallarle
al Dios de los hebreos y los madianitas.
Aarón dijo con su característico deje de voz firme y serena:
"-El Dios de Abraham, Isaac y Jacob, me envía a pedirte que dejes que su pueblo
camine durante tres días a través del desierto, para ofrecerle sacrificios".
Faraón era muy inteligente, lo cual lo hacía perfecto sabedor de lo que ocurriría si
las construcciones se detuvieran y los esclavos experimentaran la libertad
alejándose del país durante tres días. Faraón despreció a Aarón e intentó
concederme todo tipo de privilegios con tal de hacerme recapacitar de manera que
me volviera a sentir miembro de la realeza del país, con tal de evitar una posible
rebelión de los esclavos.
Por mi parte, deseché los ofrecimientos reales, pues no podía fallarle a mi Dios.
Faraón endureció su carácter, pues mi hermano egipcio se caracterizaba por su
firmeza, autodeterminación y autodominio. Faraón, con tal de evitar una posible
rebelión de esclavos, les ordenó a todos los capataces de la tierra que no se les
entregara más paja a los esclavos para que los tales llevaran a cabo su trabajo, sin
que por ello se viera reducida su productividad de ladrillos.
Al fin abandonamos el palacio. Aarón no se había dado aún por vencido, pero yo
me sentí derrotado y humillado. Jamás en mi vida había contradicho a Ramsés,
pues sabía que él era más fuerte que yo a la hora de expresar su voluntad.
Los hebreos, al saber de nuestro fracaso y de las represalias que las autoridades
egipcias tomaron contra ellos, nos repudiaron desesperadamente a mi hermano y a
mí, acusándonos de haber hecho caer la maldición de Faraón y las mayores e
inverosímiles desgracias sobre ellos.
Tercera parte.
Aarón y yo intercedimos insistentemente ante Faraón para que este les
concediera la libertad a los hebreos, pero Ramsés nos amenazó de muerte, aunque
Dios nunca dejó de estar grande con nosotros, así pues, los hebreos fuimos los
únicos habitantes de Egipto que no sufrimos el efecto de la mayoría de las plagas
con que Yahveh intentó mitigar la soberbia y la falsa potestad de Faraón. Todas
esas plagas de la conversión del agua de la tierra en sangre, ranas, langostas,
granizos, tinieblas, etcétera, sólo fueron símbolos de la plaga final, la cual fue la
terrible mortandad de los primogénitos tanto de los hombres como de los animales
de Egipto, con la excepción de los hebreos y de sus ganados.
Yahveh me dijo que los hebreos deberíamos cenar, la noche en que nos concedió
la libertad, un cordero pascual, el cual libraría a nuestros primogénitos del
exterminio final, la plaga que reduciría la soberbia de Faraón y nos permitiría
abandonar definitivamente el país de Egipto.
Aunque Dios siempre estuvo grande con nosotros, yo reconozco que perdí la fe
en Él, en cada ocasión que Faraón desobedeció a nuestro Creador, en su intento de
librarnos de la esclavitud. A pesar de la debilidad de nuestra fe, Dios llevó a feliz
término su propósito con respecto a los hijos de su pueblo.
Siguiendo las instrucciones del Dios de la montaña, todos los hebreos, al concluir
nuestra jornada laboral el último día en que trabajamos para Ramsés, nos
dispusimos a preparar la gloriosa cena del cordero salvador.
Aquel día cenamos rápidamente con el báculo, el símbolo del poder divino en la
mano diestra, y, mientras oímos los lamentos de los egipcios, nos apoderamos de
muchas de las riquezas de esa tierra, y nos dispusimos a atravesar el desierto,
camino de la tierra que Yahveh le prometió en herencia a nuestro antepasado
Abraham.
Nuestra cena no consistió en un manjar de reyes, pero, aun así, tuvimos la
ocasión de orar, comer y beber el vino que nos fortaleció para que tuviéramos
fuerza para iniciar nuestra larga peregrinación.
Al fin el ángel exterminador comenzó a llevar a cabo su terrible misión. El
emisario de Dios respetó aquellas casas que tenían manchadas las jambas de sus
puertas con la sangre del cordero salvador, en las cuales morábamos los hebreos.
Avanzada la noche, me dirigí al encuentro de mi hermano Ramsés, en compañía
de mi hermano hebreo. Antes de estar en la presencia de Faraón, no pudimos
evitar el hecho de pensar que íbamos a sufrir a manos de quien con gran
impotencia debía haber visto morir a su hijo.
Aarón y yo nos conmovimos en gran manera cuando Ramsés nos enseñó el
cadáver de su hijo. No supimos qué decir ni qué hacer en tan dramática situación.
Dios humilló a quien nos humilló a nosotros durante cuatrocientos años, pero, mi
hermano hebreo y yo, siendo humanos y compasivos, sufrimos pensando que, uno
de tantos niños inocentes, acabó pagando la pena merecida por la soberbia de
Faraón.
No sé qué habría hecho sin la fuerza del Dios que siempre me ayuda a salir de las
situaciones difíciles y sin el hermano que tenía tanta facilidad para suplir mi
tartamudez.
Aarón pidió valiente y serenamente una vez más la libertad de los hebreos, a lo
cual Faraón nos dijo que saliéramos del país sin ganados y sin riquezas, pero
nosotros sabíamos que obedeciendo a Ramsés pereceríamos con gran facilidad por
lo que él nos esclavizaría posteriormente, haciendo más gravosa nuestra situación.
Aarón permaneció firme en su intento de lograrnos la libertad definitiva:
"-No podemos abandonar el país sin riquezas y sin ganados. Déjanos salir de esta
tierra si no deseas seguir siendo azotado por nuestro Dios".
Al fin Faraón nos autorizó para que abandonáramos el país con nuestros niños,
nuestros ganados y con las riquezas de la tierra que pudiéramos llevarnos.
Nuestra peregrinación se dividió en dos ciclos, así pues, en primer lugar nos
dirigimos al monte sacro para ofrecerle sacrificios a Yahveh y para recibir su Ley,
quien posteriormente nos encaminó a la tierra prometida.
Los hebreos se llenaron de gozo al conocer esta buena nueva de que
definitivamente eran libres. Aquel día memorable despojamos de su oro a quienes
se lamentaban por la pérdida de sus primogénitos. Al fin nos dispusimos a
abandonar la rica tierra que se sumió en la más absurda y dolorosa de las miserias,
por causa de la soberbia de su Faraón.
Al fin lo tuvimos todo a punto para dirigirnos a la presencia del Dios de los
hebreos. Soy torpe para hablar, pero, la basta formación que recibí durante
cuarenta años en Egipto, me capacitó para conducir aquella difícil expedición. A
pesar de sus heridas físicas y espirituales, mis hermanos de raza se mostraban muy
alegres. Por mi parte, a pesar de la alegría que me embargaba, volví a sumirme en
infinidad de preocupaciones, dado que aquellos pobrecillos ignoraban la diferencia
tan grande que existe entre la vida de los esclavos y la vida de los hombres libres,
así pues, no debían tratarse como alimañas los unos a los otros en ninguna
circunstancia, y tenían que someterse al estricto cumplimiento de la Ley del Dios
que los esperaba en el monte sacro.
Cuando nos encontrábamos ante el mar Rojo, los encargados de vigilar la
expedición, divisaron al ejército de Faraón a lo lejos, dispuesto a vengar la muerte
de los primogénitos de la tierra, y tantas otras calamidades que el Dios de los
ejércitos sembró en el país en que fuimos esclavizados.
Después de perder la esperanza en menos de un segundo, mis hermanos de raza
se volvieron contra mí, reprochándome por haberlos inducido a morir en el desierto,
y por haberlos privado de la carne que comían en Egipto a pesar de la situación en
que vivían, la cual, aunque era muy miserable, les era preferible a la muerte.
Yo sabía que no podía perder la fe nuevamente en aquella ocasión, no quería
desconfiar nuevamente del Dios que nunca me abandonó en las circunstancias
adversas que viví en el pasado, aunque, tengo que reconocer que, aquel día, la
furia de los soldados, podía haber sido más letal, que la acción que el ángel del
exterminio llevó a cabo en Egipto.
Dios me lo dijo, y yo sé que Él siempre cumple su Palabra. Por causa de una
orden del cielo, extendí el báculo sagrado sobre las aguas del mar Rojo, las cuales
se juntaron constituyendo dos murallas a izquierda y derecha, de tal manera que
pudimos cruzar el mar pisando tierra seca. La columna de humo divina que se
antepuso entre los hebreos y los carruajes egipcios se puso delante de mi pueblo y
nos condujo hasta que llegamos a la orilla opuesta.
No podíamos dudar de Dios, así pues, o cruzábamos el mar Rojo sin pensar que
las aguas podían cernirse sobre nosotros y ahogarnos, o perecíamos bajo la furia
implacable del corazón de un padre herido y de un multimillonario al que le
arrebatamos gran parte de sus riquezas. Nos lanzamos a vida o a muerte al mar,
intentando creer que Yahveh estaba con nosotros.
Los egipcios, apenas la columna de humo les dejó vernos porque se puso detrás
de nosotros, iniciaron nuestra desesperada persecución nuevamente. Los caballos
que llevaban los egipcios galopaban con gran dificultad. Los soldados se sintieron
ridiculizados al ver cómo los esclavos heridos y desarmados se les iban de las
manos, de manera que la lucha que al principio parecía pan comido acabó siendo
una humillación que se extendió por todo el mundo conocido a lo largo de los
siglos.
Cuando el último hebreo terminó de cruzar el mar, las aguas se cernieron
inmisericordemente sobre los egipcios los cuales fallecieron, de tal manera que
Faraón se vio forzado a reconocer que Yahveh es el único Dios verdadero.
Los hebreos gozamos de una enloquecida alegría. Tardamos muchas horas en
emprender el camino hacia el Sinaí, pues quise que mis hermanos alabaran al Dios
viviente, con tal que ellos, sus descendientes y los ascendientes de su prole, no
olvidaran jamás que hubo un día en que Yahveh estuvo grande con nosotros.
La peregrinación era difícil, porque mis hermanos de raza no conocían ninguna
forma razonable de solventar sus contiendas, por lo cual, las riñas sangrientas,
eran su pan de cada día.
Al fin llegamos al pie del monte sacro. Subí con gran gozo a la presencia del Dios
de la montaña para decirle que su pueblo lo esperaba en la llanura, para que le
confiara sus decretos. Yo ignoraba que mi Dios tenía previsto instruirme durante
cuarenta días con sus respectivas noches, y que mis hermanos de raza perderían la
fe, hasta el punto de hacerse idólatras, haciéndose un falso Dios utilizando a tal
propósito parte del oro que les robamos a los pobres desgraciados de Egipto.
Los hebreos, durante esos cuarenta días, me creyeron muerto en la cima del
monte, así pues, unos propusieron que el pueblo debía volver a Egipto, otros se
desesperaron y, lo más triste de todo, es que mi hermano Aarón, el que tenía tanta
convicción, no fue capaz de dominar aquella absurda situación, de manera que fue
él el constructor del falso dios. La orgía que los hebreos vivieron ante su pretendido
salvador fue impresionante, pues ninguno de ellos utilizó la cabeza para pensar
sabiamente, de manera que no se preocupaban por encaminarse hacia la tierra
prometida, no se acordaban de Yahveh, y mi hermano contemplaba aquella orgía
cabizbajo.
Cuando se cumplió el último día de mi estancia en el monte sacro, alguien les
anunció a los hebreos mi llegada con las tablas de la Ley a su presencia. Dios me
había advertido previamente de la terquedad de mi pueblo, pero, a pesar de ello,
¡no pude creer lo que vieron mis ojos!. ¡El pueblo del mismo Dios se había hecho
maldito por causa de su idolatría!.
Los hebreos se quedaron estupefactos al verme. Ordené la demolición del becerro
de oro e hice que dichos pecadores se bebieran el oro fundido, diciéndoles que el
mismo era el resultado de su fornicación, dado que el pueblo virgen le fue infiel a
su Esposo, ¿cómo no debían beberse las injurias y ofensas con que temí que
provocaran la ira de su Señor?
Después de ordenar el asesinato de los inductores de la iniquidad, decidí subir
nuevamente a la presencia de Dios con el fin de conseguir que Yahveh perdonara a
aquellos miembros de su pueblo tan duros de cervid y tan incapaces de cumplir la
voluntad de su Dios y Salvador.
Mientras el pueblo vomitaba las cenizas de su falso Dios, subí al monte para
suplicar clemencia. Yahveh me propuso destruir al pueblo infame y hacer de mis
descendientes una poderosa nación, pero yo no podía soportar el pensamiento de
que fuera destruida la propiedad de Dios, aquel pueblo por el que arriesgué mi vida
tantas veces...
Oré en la presencia de Yahveh, diciendo:
"-Señor Dios de los ejércitos: Tú que en la excelsitud de tu gloria te dignaste oír
el lamento de los pobres y de los pecadores, acuérdate de los inocentes que
tendrán que morir si consientes en ello, siendo víctimas de la soberbia de sus
progenitores. No permitas que el ángel exterminador repita la obra que llevó a cabo
en Egipto".
Yo no sabía que Dios no quería hacer otra cosa sino probar mi fidelidad a Él. En
agradecimiento a mi lealtad, Yahveh me manifestó su fidelidad, y me prometió
ayudarme a llevar a cabo la misión que me encomendó, demostrándoles a los
hebreos que yo era su profeta, para que ellos aprendieran a creer en Él por mi
medio.
Dios nos volvió a encaminar nuevamente hacia la tierra prometida.
Cuarenta años después.
Yo, Moisés, por las veces que este pueblo me ha hecho perder la fe, no podría
vivir en la tierra cuya posesión Dios nos prometió. Yo sólo pude ver esa tierra
desde la cima de un monte al que ascendí para reunirme con mis antepasados
hebreos, según me manifestó mi Dios. Ahora será Josué el designado por Yahveh
para concluir mi misión, el cual deberá hacer que los hebreos no sólo sean una
nación libre, pues deben aprender a actuar como los hijos del pueblo de los santos
de Dios".
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com