Domingo II de Cuaresma del ciclo C.
Lecturas:
1. Dios hace una alianza con Abraham (GN. 15, 5-18).
2. El Señor es mi luz y mi salvación (SAL. 26).
3. Cristo transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso,
semejante al suyo (FLP. 3, 17--4, 1).
4. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto (Lc. 9, 28-36).
Meditación:
1. "Dios habló en otro tiempo a nuestros antepasados por medio de los profetas -
nos dice el autor de la Epístola a los Hebreos-, y lo hizo en distintas ocasiones y de
múltiples maneras. Ahora, llegada la etapa final, nos ha hablado por medio de su
Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien trajo el universo a
la existencia" (HEB. 1, 1-2).
Durante el transcurso de la Historia Dios se ha comunicado con sus servidores
con el fin de que ellos nos hagan saber que estamos abiertos a la trascendencia
divina. El Hagiógrafo del primero de los 5 libros del Pentateuco nos ha narrado
cómo Dios constituyó a Abraham padre de todos los creyentes haciéndonos
reflexionar respecto de que nosotros también estamos siendo santificados de igual
forma que nuestro antepasado común fue bendecido por El-Shadday.
"Ahí tenéis el ejemplo de Abraham -dice San Pablo en su Carta a los cristianos de
Galacia-: Creyó a Dios, y esto le valió que Dios le concediera su amistad" (GAL. 3,
6).
Si no nos abrimos a la trascendencia divina, no podemos percibir la presencia de
Dios en nuestra vida. Nuestro Santo Padre nos colma de sus dádivas materiales y
espirituales si cumplimos su voluntad.
En cierta ocasión, Jesús les dijo a sus Apóstoles:
"Os aseguro que todo aquel que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre,
padre, hijos o tierras por causa mía y del mensaje de salvación, recibirá en este
mundo cien veces más en casas, hermanos, madres, hijos y tierras, aunque todo
ello sea con persecuciones, y en el mundo venidero recibirá la vida eterna" (MC. 10,
29-30).
Hoy empezamos a celebrar la segunda semana de este tiempo litúrgico que nos
conduce al ecuador de la Cuaresma. Jesús nos acaba de decir por mediación del
Evangelista Marcos que si queremos ser sus seguidores tenemos que renunciar al
egoísmo para abrirnos a nuestros prójimos y a la trascendencia divina. El prestigio
cristiano no consiste en acumular riquezas, sino en abrazar a todos los hombres del
mundo y considerarlos como miembros de nuestra familia.
A este respecto debemos aplicarnos las palabras de nuestro Señor:
"Yo no puedo hacer nada por mi propia cuenta. Conforme el Padre me dicta, así
juzgo. Mi juicio es justo, porque no pretendo actuar según mis deseos, sino según
los deseos del que me ha enviado. Si me presentase como testigo de mí mismo, mi
testimonio carecería de valor... Una prueba evidente de que el Padre me ha enviado
es que hago lo que el Padre me encargó hasta llevarlo a feliz término. También
habla a mi favor el Padre que me envió, aunque vosotros nunca habéis oído su voz
ni habéis visto su rostro" (JN. 5, 30-31. 36-37).
Quienes predicamos la Palabra de Dios podemos sucumbir ante la seducción de la
soberbia al presentarnos ante nuestros oyentes o lectores como testigos de nuestra
capacidad de hacer que ellos se acerquen a Dios. El mérito de Jesús reside en que
nuestro Señor predicó en Palestina diciendo que sus palabras y sus obras eran
válidas por cuanto le eran inspiradas por Dios, el Padre a quien tanto amó, que no
escatimó jamás la posibilidad de no cumplir sus deseos.
2. La Iglesia nos invita este Domingo de la Transfiguración a poner los ojos en
ese cielo que tantas veces hemos soñado frente a las causas por las cuales el
mundo está marcado por el dolor. El Salmo 26 que hemos oído después de la
lectura del Génesis es muy edificante para nosotros al respecto de la consideración
que como cristianos que somos le concedemos al sufrimiento humano.
"El Señor es mi luz y mi salvación -escribió el Salmista-, ¿a quién temeré?" (SAL.
26, 1).
Con gran belleza literaria, David intentaba que su pueblo conociera el
misericordioso amor de Dios.
"Si un ejército acampa contra mí -sigue afirmando el gran Rey de Israel- mi
corazón no tiembla; si me declaran la guerra me siento tranquilo" (SAL. 26, 3).
San Pablo respalda los razonamientos de David en estos términos:
"¿Quien, pues, podrá arrebatarnos el amor de Cristo? ¿El sufrimiento, la angustia,
la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, el miedo a la muerte¿... Pero
Dios, que nos ama, nos hace salir victoriosos de todas estas pruebas. Seguro estoy
de que nada, ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni cualquier otra suerte de fuerzas
sobrehumanas, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes sobrenaturales, ni lo de
arriba, ni lo de abajo, ni criatura alguna existente, será capaz de arrebatarnos este
amor que Dios nos ha mostrado por medio de Cristo Jesús, Señor nuestro" (ROM.
8, 35. 37-39).
Si ninguna circunstancia adversa puede arrebatarnos el amor de Dios aunque
dudemos de la misericordia de nuestro Santo Padre, y si Él nos alivia nuestro
sufrimiento concediéndonos sus dádivas divinas y humanas, ¿por qué no utiliza el
Señor otro medio independiente de la fe para que podamos creer en Él? Si
viéramos a Dios cara a cara, dudaríamos de Él de la misma forma que en ciertas
ocasiones desconfiamos de nuestros seres queridos pero, si Dios desea que nos
dejemos amar por Él sirviendo a nuestros prójimos los hombres y dejándonos amar
por ellos, tendremos más razones para creer en la Providencia divina.
San Pablo se expresa en los siguientes términos apoyando esta meditación:
"Ahora vemos confusamente, como por medio de un espejo; entonces (cuando
Dios instaure definitivamente su Reinado entre nosotros) veremos cara a cara" (1
COR. 13, 12).
El Santo Apóstol nos acaba de informar de que Dios nos hará felices en su Reino
independientemente de que actualmente estemos recibiendo sus dádivas en medio
de nuestras dificultades, si nos aplicamos las palabras con que Jesús les dijo a sus
discípulos que serían premiados si lo seguían hasta el último día de su vida (CF.
MC. 10, 29-30).
3. San Pablo les escribió a los cristianos de la comunidad eclesial de Colosas:
"Nuestra realidad está en Cristo" (Col. 2, 17).
Nuestra realidad radica en lo que fuimos en el pasado, en lo que somos en el
presente, y en lo que seremos en el futuro. Vamos a pedirle a nuestro Señor
Jesucristo que nos transfigure a su imagen y semejanza y que nos configure
nuestra mentalidad con respecto a su manera de ver las realidades divinas y
humanas.
4. Creo conveniente examinar la Transfiguración de Jesús desde la experiencia
que vivió nuestro Señor en el monte Tabor. Jesús quiso transfigurarse en un monte
porque la gloria de Dios se percibe desde las alturas que sólo pueden alcanzar
quienes extienden las alas de su imaginación y se atreven a volar por encima de la
rutina que puede embargar su existencia. Nuestro Jesús se transfiguró porque oró
para que Dios realizara en Él ese prodigio tan excelente. Esto nos anima a orar, a
comunicarnos abiertamente con Dios sin miedo y con confianza.
Quizá nuestro Señor se transfiguró mientras recitaba interiormente el Salmo 45,
una oración que empieza con las siguientes palabras:
"Me brota del corazón un poema bello, recito mis versos a un rey" (SAL. 45, 2).
"Fuiste tú quien me sacó del vientre -oró Jesús cuando pendía de la cruz en el
Gólgota-, me tenías confiado en los pechos de mi madre, desde el seno pasé a tus
manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios" (SAL. 22, 10-11).
Jesús se transfiguró en la presencia de los suyos porque su oración era confiada.
"El Señor es mi pastor -leemos en el libro de los Salmos-: nada me falta" (SAL.
23, 1).
La luminosidad del rostro del Señor transfigurado y la blancura de sus ropas, nos
comunican la bondad del amor que nos henchirá el corazón cuando Dios concluya la
instauración de su Reino entre nosotros. Cuando esto suceda, no existirán
diferencias entre los hombres, ya que todos seremos aceptados por nuestro Santo
Padre. Este hecho parece increíble, pero nuestra esperanza se fundamenta en el
cumplimiento de las promesas divinas.
Moisés y Elías, representantes de quienes creen en Dios para salvar su alma y
quienes creemos en Dios sin miedo alguno a la condenación eterna, animaban a
Jesús a afrontar su próxima crucifixión en Jerusalén. Lucas nos expresa esta verdad
en los siguientes términos:
"Hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén" (LC. 9, 31).
Ellos no hablaban de la muerte de Jesús como fin de la existencia del Ungido de
Yahveh, sino como partida del Cristo a su Reino celestial. Los Apóstoles se
quedaron atónitos ante aquella visión. Pedro no quería descender del Tabor, él
quería dejar sus dificultades en el valle y vivir en aquel estado de felicidad
incompleta. Nosotros tenemos que vivir de la fuerza espiritual que nos transmite
Jesús Eucaristía cuando lo comulgamos, cuando leemos el Evangelio y cuando
hacemos ejercicios espirituales para descender del monte y afrontar las dificultades
que nos impiden ser plenamente felices hasta que seamos santificados plenamente.
José Portillo Pérez e
joseportilloperez@gmail.com