Ciclo C: V Domingo de Cuaresma
Rosalino Dizon Reyes.
Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios (Mc 1, 15)
Muy de mañana y ya los reputados importantes tratan de arruinarle el día al
Maestro. Piensan matar dos pájaros de un tiro: una adúltera, que sea apedreada,
y Jesús, que caiga en una trampa que les dará motivo para acusarle de infracción o
de la ley mosaica, si condona a la mujer, o, si la condena, de la ley romana que
supuestamente no les autoriza a los judíos dar muerte a nadie (Jn 18, 31).
Se inclina Jesús como para no reconocer la presencia de aquellos agentes secretos
de moralidad que sirven de fiscal criminal, juez y jurado a la vez. De modo
despreocupado, escribe con el dedo en el suelo y da a entender que no le interesa
jugar ese partido de hipocresía. Aún no es su hora de ser el juez supremo sentado
en un trono glorioso.
Pero como insisten en preguntarle, Jesús interviene. Luego muestra otra vez su
desinterés por la cuestión planteada. Efectivamente, por medio de su intervención,
descarta el asunto de condenación o condonación, sustituyéndolo con el de la
conversión y la salvación.
No condena Jesús a los acusadores; solo pide que ellos se examinen. No son
culpables quizás del adulterio físico, pero ¿sería que hayan cometido adulterio en su
interior, participando siquiera de forma vicaria en el acto que observaron? Cómo
consiguieron sorprenderla en flagrante, esto solo se puede imaginar; pero por
escabullir uno a uno, admiten que no están sin pecado. Tal admisión puede ser la
apertura a la conversión y la vida nueva.
Jesús le abre asimismo la puerta de conversión y salvación a la adúltera. Sin pasar
por alto el pecado de ella, dirige palabras tranquilizantes a la agarrada sola, —
¿dónde estaría su cómplice?—, expuesta a pública afrenta, intimidada
sobremanera. La anima: lo pasado, pasado; en lugar de recordarlo o pensar en
ello, que procure ella cambiar de vida.
Lo mismo desea Jesús para nosotros, tan culpables como ella, quizás igualmente
abusados, atemorizados, tratados vilmente. Nos asegura que ninguna razón
tenemos para darnos por perdidos: «Tampoco yo te condeno. Anda y adelante no
peques».
Y si somos como los expertos y los dirigentes religiosos que se creen con derecho a
meterse en secreto para espiar a otros y privarles de su libertad (cf. Gal 2, 4),
jactándose de su conocimiento infalible, su implementación severa y su observancia
intachable de las tradiciones, tan enamorados que están de las fuentes antiguas
pero sin intentar que éstas se encarnen en la actualidad, entonces nos manifiesta
Jesús su deseo de salvarnos de otra forma: «El que esté sin pecado, que le tire la
primera piedra».
No quiere Jesús que hagamos lo que hacen los escribas y los fariseos (Mt. 23, 3).
Entre los cristianos nada de tiranía, opresión, maniobras para conseguir los
primeros y mejores puestos, chantaje a supuestos rivales, desprecio o indiferencia
para con los pobres. Como atestigua san Vicente de Paúl, lo que ayuda en la
conversión de los descarriados no es el poder arrogante sino la mansedumbre, la
humildad, la paciencia, la cordialidad, la preocupación por los pobres (I, 130; IV,
54; XI, 727-730).
Olvidémonos, pues, de toda arrogancia y nos lancemos hacia lo nuevo que el Señor
realiza, algo que ya está brotando de modo notable. Así seremos de la alianza
nueva y eterna, sellada con el sacrificio del que al almanecer ya busca nuestra
conversión y nuestra salvación, y nunca nuestra ruina ni nuestra perdición.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)