DOMINGO IV DE CUARESMA (C)
Homilía del P. Bonifaci Tordera, monje de Montserrat
10 de marzo de 2013
Jos 5, 9a. 10-12 / 2 Cor 5, 17-21 / Lc 15, 1-3. 11-32
Cuando el anciano Simeón anunció a María en el templo - "este ha sido puesto para
que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción" -
estaba prediciendo lo que cada página del Evangelio nos revela: Jesús es aceptado
por los sencillos y rechazado por los entendidos en la ley. Y, de hecho, cuando en la
primera predicación en la sinagoga de Nazaret, leyó la profecía de Isaías: "El Espíritu
del Señor está sobre mí, me ha enviado a anunciar la Buena Noticia a los pobres".
Este, "hoy se cumple ante vuestros ojos" y, ante la perplejidad de los oyentes, les
reprochaba su incredulidad. Ya le quisieron despeñar por un barranco. Era la previsión
de cómo acabaría su juicio, pasión y muerte en cruz.
Jesús lo hizo todo bien. En él no se encontró pecado, pero su comportamiento con los
pobres, enfermos, marginados, pecadores públicos y publicanos le valieron la
oposición a muerte de los dirigentes religiosos del pueblo, porque no se ajustaba a la
práctica tradicional. En efecto, según la tradición rabínica, relacionarse, y más aún,
comer con los pecadores, era contraer impureza legal. Y eso suscitaba el escándalo
en los fariseos y los escribas. A estos, pues, les responde Jesús con tres parábolas: la
de la oveja perdida que el pastor reencuentra con gran alegría y lo va a comunicar a
sus compañeros; la de la dracma que pierde una mujer y la busca hasta que la
encuentra, y también lo comparte con sus vecinas. Y, finalmente, la que se nos ha
leído hoy, la del padre que recupera a su hijo que se había perdido.
Pero es en ésta donde nos revela Jesús, con más intensidad, la justicia del Padre del
cielo, un amor imposible de negar, pero que es inexplicable, incomprensible e
inexplicable a los ojos de la justicia humana. Esta es insensible, fría, implacable, sin
misericordia. "El que la hace la paga". Y así era la "justicia" de la ley.
Antes del momento de repartir la herencia, el hijo pequeño ya pide lo que le
corresponde y, después de haberlo dilapidado en un país lejano hasta llegar al
extremo de tener que rebajarse a pastorear cerdos -un animal impuro para los judíos-
y pasar hambre deseando comer las algarrobas con que los cerdos se alimentaban,
sólo entonces ante la falta de comida y el hambre es cuando se decide a volver a la
casa del padre. Y el padre apenas lo ve venir, se conmueve y sale a su encuentro, y lo
abraza y lo besa emocionado, y ni siquiera le deja acabar el discursito que el hijo se
había preparado. "Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la
mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un
banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo
hemos encontrado".
Hermanos, ¿dónde están los méritos de este hijo, para que el padre celebre su
regreso? ¿Dónde está el castigo del padre por su mal comportamiento? No, aquí sólo
hay un amor loco, transparente y luminoso, sin sombra. Es el amor divino inimaginable
por los mortales, y que desvanece cualquier reivindicación. Porque "Dios es amor y
sólo amor, y nosotros hemos creído en este amor". Dios amó tanto al mundo que
entregó a su Hijo único! Y por eso San Pablo nos exhortaba: "os pedimos que os
reconciliéis con Dios", ya que Dios trató a su Hijo como un pecador, “al que no había
pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él,
recibamos la justificación de Dios". Este es, precisamente, el anuncio que nos hace la
Iglesia en este tiempo de Cuaresma. "Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de
la salvación". Reconciliémonos con Dios. Volvamos a él. Dejémonos amar por él.
Pero la parábola contiene aún otra enseñanza. El hijo mayor representa a aquellos
que se escandalizaban del comportamiento de Jesús. Y dice al padre: "Mira: en tantos
años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado
un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo,
que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado".
Protesta. Y tiene razón según la justicia humana. Pero el padre le abre los ojos a su
justicia, y le dice: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo". Compartes
mi dignidad, eres hijo mío, pero te falta una cosa: deberías alegrarte conmigo por el
retorno de tu hermano. Es decir, deberías reaccionar con un amor como el mío,
compartir mi alegría, amar como yo quiero y experimentar la misma alegría que yo
siento. Sé verdadero hijo mío. En resumen, como dirá Jesús en otro lugar: "Sé
perfecto, misericordioso, como el Padre del cielo".
Tenemos aquí, pues, hermanos, motivos más que suficientes para ser felices de creer,
para tener una confianza enorme, infinita, en el amor con que somos amados por Dios,
ya que el Padre nos ha mostrado su rostro en el rostro del Hijo y hermano nuestro,
Jesucristo, que no dudó en dar su vida por todos nosotros. Que nadie desespere
nunca de su culpa por grande que sea. En Cristo, Dios nos ofrece un perdón infinito.
Su amor es más grande que nuestro corazón. Dios nos espera para abrazarnos.
Volvamos, pues, a Dios, en esta Cuaresma. No es Dios quien tiene que reconciliarse
con nosotros. Somos nosotros los que tenemos que reconciliarnos con Dios.
Expulsemos, pues, de nuestro corazón, todo temor, y dejémonos amar por él.