V Domingo de Cuaresma, Ciclo C
“El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”
Hoy hemos escuchado, mientras Jesús predicaba en Jerusalén, un grupo de
escribas y fariseos se acercan al Señor Jesús con mala intención. Ha sido
sorprendida en flagrante adulterio y, según la Ley de Moisés, debía morir
apedreada. Los escribas y fariseos, en el fondo lo que buscan es tender una
trampa a Jesús y poder tener algo de qué acusarlo: quisieron ponerlo en un callejón
sin salida. El Señor se había mostrado indulgente y misericordioso con los
pecadores, pensaban que se opondría a la lapidación de la mujer, y oponiéndose de
este modo a la Ley misma. Si públicamente se oponía a la lapidación de aquella
adúltera, podrían acusarlo ante el Sanedrín por “pronunciar palabras blasfemas
contra Moisés y contra Dios” (ver Hech 6,11). Si por el contrario aprobaba la
lapidación de la pecadora, perdería la autoridad y reconocimiento que ante el
pueblo había adquirido en gran parte gracias a sus enseñanzas llenas de
misericordia para con el pecador.
El Señor interrumpe su enseñanza y escucha a los fariseos atentamente. Una vez
concluida su exposición, el Señor asume una actitud desconcertante: sin decir
palabra alguna se inclinó y «escribía con el dedo en el suelo», como quien se
desentiende completamente del asunto. De lo que en ese momento escribió o
dibujó, ningún evangelista da cuenta. Carecía de todo interés. ¿Acaso se trataba de
un ejercicio de paciencia ante la enervante malicia de los escribas y fariseos, a
quienes no les interesaba instrumentalizar a esta mujer para tenderle una trampa?
Los impacientes escribas y fariseos insisten en su cuestionamiento. Entonces el
Señor se levanta y pronuncia una escueta y lapidaria sentencia: «El que esté sin
pecado, que le tire la primera piedra». Cristo no arroja piedras, pero arroja estas
tremendas palabras contra aquellos hipócritas guardianes de la moral que están
prontos a lanzar piedras contra la pecadora, cuando ellos mismos cargan en sus
conciencias pecados graves. La sentencia del Señor, cual espada afilada, entra
hasta lo más profundo de sus conciencias y penetra el corazón más endurecido (ver
Heb 4,12). No un largo discurso, sino tan sólo unas agudas palabras bastan para
invitar a los acusadores a mirarse a sí mismos antes de reclamar el castigo para
aquella pecadora y ejecutar la sentencia de muerte. La sentencia fue suficiente para
desarmar la trampa y para liberar a esta mujer de la muerte merecida por su grave
pecado. Comenzando por los más viejos se fueran retirando uno tras otro.
Cuando todos sus acusadores se han marchado, le pregunta ᆱ“Mujer, ¿d￳nde están
tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?” Ella contest￳: “Ninguno, Se￱or”.
Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”ᄏ. Al
decir “tampoco yo te condeno” le estaba diciendo: “sé que has pecado gravemente
y que según la Ley de Moisés mereces la muerte. Yo podría apedrearte y
condenarte, pero date cuenta que no he venido a condenar sino a salvar (ver Jn
3,17).
Lo que dijo Jesús a aquella mujer nos lo dice hoy también a nosotros: Yo no
apruebo tu pecado, pero te perdono y te renuevo interiormente, por el amor que te
tengo te redimo, hago de ti una mujer nueva y te doy una nueva oportunidad para
que tú, libre ya de tu pecado, reconciliada con Dios, sanada interiormente de las
heridas que tú misma te has hecho por el mal cometido, anda y no peques más. Así
pues, conviértete del mal camino que había emprendido y vive en adelante de
acuerdo a tu condición y dignidad de hija amada del Padre. Olvida lo que ha
quedado atrás y lánzate ahora a conquistar lo que está por delante, corriendo hacia
la meta para alcanzar el premio que Dios te tiene prometido para la vida eterna
(ver segunda lectura)”.
El pecado, el hacer el mal que no queríamos, la caída en el peregrinar, es parte de
nuestra experiencia cotidiana. ¿Quién de nosotros está libre de pecado? Nadie. En
la Escritura leemos: “siete veces -es decir: innumerables veces- cae el justo” (Prov.
24,16). No podemos olvidar jamás que todos somos pecadores y frágiles, y que “si
no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia”
(Gén 4,6-7; ver 1Pe 5,8-9). San Agustín nos advierte “El Se￱or es bueno, el Se￱or
es lento a la cólera, el Señor es misericordioso, pero el Señor es justo y el Señor es
la misma verdad (Sal 85,15). Él te concede un tiempo para corregirte mientras que
tú prefieres aprovecharte de esta demora en lugar de convertirte. Fuiste malo ayer,
sé bueno hoy. ¡Has pasado el día haciendo el mal, mañana cambia de conducta!
Éste es el sentido de las palabras que Jesús dirige a esta mujer: “Yo tampoco te
condenaré, pero, libre del pasado, ten cuidado en el futuro. Yo tampoco te
condenaré, he borrado tu culpa. ¡Observa lo que mando para recibir lo que
prometo!”.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)