Ciclo C. Domingo de Ramos en la Pasión del Señor
Rosalino Dizon Reyes.
Tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho (Mt 16, 21)
La excitación se palpa en el aire. Está a la vista el destino que alegra a peregrinos
con ansia de la casa del Señor (Sal 121). La «ciudad compacta» evoca además
justicia, paz y seguridad.
Pero sobre todo desbordan de gozo los discípulos porque pronto reclamará Jesús a
Jerusalén y purificará el templo. Lo toman por Mesías, libertador de los oprimidos.
Y cuanto más lo encuentran todo como lo ha dicho él, tanto más se llenan de
ilusiones. No se les escapa, me imagino, la profecía de Zacarías (9, 9; 14, 4-5).
Aún más creen seguramente los del séquito de Jesús, notando la generosidad de los
dueños del borrico. No pueden estar menos dispuestos que esos desconocidos a
reconocer debidamente a Jesús. Y si les faltan recursos para dedicarle algo como el
borrico «que nadie ha montado todavía», aún pueden ofrecerle sus mantos que,
aunque usados, necesitan para vivir.
Este gesto es contagioso: la gente alfombra el camino con sus mantos. La gente a
su vez motiva a los discípulos a demostrar más entusiasmo que va creciendo a
medida que más se acercan al destino. Agradecidos por las proezas en pro de los
necesitados (cf. Sal 117), y tan arrebatados de emoción que no se les ocurre que la
autoridad romana les aplaste como revolucionarios, los discípulos a gritos
proclaman Mesías y Rey a Jesús.
La gente y los discípulos, pues, se estimulan a proclamar su fe. Este apoyo mutuo
es imprescindible para perseverar en el seguimiento del que anda a la cabeza de la
marcha hacia Jerusalén. Se necesita este amor solidario para el fortalecimiento de
la fe, la edificación y el crecimiento de la comunidad creyente, la apología cristiana
creíble y la defensa irrompible contra corrientes anticristianas.
Crecemos, sí, en la fe cuando vemos todo como lo ha predicho Jesús. Pero esto no
desmiente nuestra torpeza para comprender que la cruz es el árbol de la vida, no
obstante las predicciones de Isaías y de Jesús mismo. Y resulta que Jerusalén
significa oposición y muerte, necesarias para entrar en la gloria.
El horror de la pasión y la crucifixión nos da motivo para abandonar a Jesús y las
víctimas de injusticia que están sin paz ni seguridad. Si no huimos del todo, solo
seguimos desde lejos, siempre listos para negarlos sin pensar. ¿Nos atrevemos a
defenderlos? ¿Acaso no nos dejamos llevar una que otra vez por el capitalismo
desenfrenado, el consumismo inmoderado y las ideologías que crucifican a los que
ya quedan sin nada?
Hay tantas piedras de tropiezo que realmente divididos caemos. Necesitamos de la
comunidad para alentarnos unos a otros a acordarnos siempre «de que vivimos en
Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y que hemos de morir en Jesucristo por la
vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de
Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo» (I,
320). Es necesaria la solidaridad para que «practiquemos la caridad no solo en los
acontecimientos importantes, sino también en lo pequeño» de la vida diaria y nos
privemos «de lo superfluo para compartir lo nuestro con los hermanos necesitados»
(Laudes, miércoles, semana 4ª de Cuaresma).
Y no podemos desertar de nuestra asamblea (Heb 10, 25), si queremos
mantenernos entusiasmados por Jesús, no tanto aquel a quien hemos puesto los
vestimentos de seda de los emperadores y aristócratas romanos con escolta, como
este que se somete a la muerte de cruz, sin ropa, entre dos malhechores, y quien
de los pobres hace Iglesia.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)