Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
El precio de nuestra felicidad
El domingo de ramos inaugura la semana santa que culminará con las celebraciones de la
pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. La solemne entrada en Jerusalén se desarrolla
en un clima de júbilo y tensión. De júbilo, porque la fama de Jesús ya se había extendido
por toda Palestina y los milagros realizados y las enseñanzas reveladoras ya eran de domino
público. El pueblo lo aclama como el Mesías esperado. De tensión por las amenazas de
muerte que pesaban sobre su cabeza. El enigmático maestro resultaba incómodo para los
fariseos que buscaban la ocasión para matarlo.
Los discípulos van en busca de un burrito que nadie había montado todavía y colocando sus
mantos sobre su lomo, suben al Señor para que entre a la ciudad. Conforme iba avanzando,
la gente tapizaba el camino con sus mantos y cuando ya estaba cerca del monte de los
Olivos, la multitud entusiasmada comenzó a alabar a Dios gritando: ¡Bendito el que viene
en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!
Contemplemos por un instante a la muchedumbre que aclama al Señor. Allí están
mezcladas personas de buen corazón y también gente que guarda envidia y resentimiento.
Esa multitud refleja perfectamente la parábola del trigo y la cizaña, están presentes
corazones limpios y los mal intencionados. Unos permanecerán fieles hasta el domingo de
resurrección y los otros gritarán el viernes de pasión con mayor ímpetu: ¡Crucifícale,
crucifícale! El bien y el mal no existen en sí mismos, sino en el corazón de cada persona. A
veces podemos concebir al bien y al mal como una dualidad que libra una batalla
metafísica, pero no es así. Lo único que existe son personas que libremente han decidido
ser buenas o malas. Unos dejan lugar a la acción de la gracia y los otros al pecado.
Cristo pagó con su vida la deuda que sobre la humanidad pesaba a causa del pecado de
nuestros primeros padres. El rescate es la cantidad que se debe pagar para comprar la
libertad de un esclavo, pues bien, Cristo pagó el rescate de cada hombre, de toda la
humanidad porque es Dios. Pagó el precio de nuestra redención con su sacrificio en la cruz.
Cristo, siendo inocente, saldó con su muerte el precio de nuestra curación, pero resta a cada
uno el hacer efectivo este rescate en su propia vida a través de sus obras. “No te dejes
vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rm. 12,21)
Dios se inclina sobre el hombre para tenderle una mano, para volver a levantarlo y ayudarle
a reemprender el camino con renovado vigor. Hoy nos vuelve a repetir, ¡Levantaos, vamos!
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