Homilía de Mons. Ruben Oscar Frassia
Domingo de Ramos C - Catedral diocesana Avellaneda Lanús
24 de marzo 2013
Queridos hermanos:
El misterio que estamos celebrando, el misterio de la Pasión, es muy fuerte y todos
nosotros estamos invitados a participar y meternos en el misterio de Dios. La
Iglesia, en la liturgia, vuelve a repetir el misterio, vuelve a repetir la historia y
como Dios es eterno y está presente siempre, cuando nosotros –por medio de la
liturgia- celebramos un misterio volvemos a repetirlo una sola vez para siempre,
pero se vuelve a repetir.
Una vez más tenemos la oportunidad de pensar, reflexionar y darnos cuenta del
gran amor que Dios nos tiene a nosotros porque, sabiendo que como pueblo y
como personas nosotros somos pecadores, somos mezquinos, somos
individualistas, egoístas y a veces mentimos, nos falta la justicia, nos falta la
verdad; sin embargo, sabiendo todo esto y sabiendo que somos mucho peor
todavía, el Señor conciente y libremente se ofrece al Padre por cada uno de
nosotros.
No fue engañado, no fue sin darse cuenta; Él asumió y vino para ser obediente al
Padre, para salvarnos y salvar a la humanidad, a todo el pueblo de Dios. Por lo
tanto, el acto de Cristo, el entregarse, el ofrecerse, el sacrificarse, el morir por
nosotros, quitándonos el pecado y liberándonos de la muerte con su resurrección,
por medio de la muerte, nos llevó a todos a la vida. ¡Nos lleva a todos a la vida! ¡La
muerte no tiene la última palabra! ¡El pecado no es definitivo! Porque Dios, con su
amor, con su Cuerpo y con su Sangre divinas, nos purifica, nos sana, nos renueva y
nos hace personas nuevas.
Entramos en este misterio, del Domingo de Ramos al Domingo de Pascua, donde
vemos y vamos a seguir viendo durante toda la semana, lo sangriento, lo doloroso,
lo terrible, sin embargo Jesús sabe perfectamente que no será defraudado jamás
por el Padre. “¡Sé en quien he puesto mi confianza, pues el Padre y yo somos una
misma realidad!”
Por lo tanto, acompañemos a Cristo y también incorporemos las cruces; porque
todos tenemos cruces, todos tenemos límites, todos tenemos sufrimientos, todos
tenemos debilidades. Acompañémoslo pero sepamos que ese misterio de dolor será
traspasado por el misterio gozoso y glorioso de la resurrección.
Como Pueblo de Dios y como Iglesia, estamos imbuidos por la esperanza. La
esperanza de un mundo nuevo; la esperanza de un cielo que viene a nosotros y la
esperanza de poder ser amigos de Jesús, del Señor, de la Virgen; amigos de la
Iglesia, hijos de la Iglesia. ¡Cuántas cosas Dios nos regala a todos nosotros! Pero
tenemos que seguirlo, estar atentos y tenemos que comprometernos.
No podemos caer en la incoherencia de las palabras: decir una cosa y hacer otra.
No podemos quedarnos y aturdirnos después con el bullicio de un mundo que está
vacío y que muchas veces no nos quiere hablar, ni quiere reconocer la presencia de
Dios. No queremos ese mundo. No queremos una familia que no esté unida a los
valores más importantes. No queremos que se nos engañe y nos falte la fuerza de
la verdad, en Dios y en cada uno de nosotros.
Dios viene a sanarnos, a edificarnos, a fortalecernos y tenemos que ser concientes
que, como Iglesia, tenemos que ser más adultos, ser más maduros, vivir más en
serio, porque la fe se tiene que conectar y meter en la vida. No puede haber un
divorcio entre fe y vida. La fe es lo central, la raíz de nuestra salvación que lleva a
comprometernos cada vez más.
Quiero hacer silencio. Quiero que Dios nos hable y que ninguno de nosotros sea
capaz de resistir al amor de Dios. Si nos damos cuenta que nos amó, que nos ama
y que está a nuestro lado, en nosotros, que nos acompaña siempre, que nos
bendice, que nos protege, que nos ilumina, que enardece nuestra vida, que da
sentido y gusto a nuestra vida incluso en la enfermedad, hasta el pecado y la
muerte, nosotros viviremos en paz.
Una paz que no se compra con dinero.
Una paz que no se compra con éxito,
Una paz que no se compra con trampas.
Una paz que no tiene precio.
En todo caso, si esa paz tiene un precio, ¡lo pagó Jesucristo por nosotros!
Es así: ¡hubo alguien que pagó por nosotros!, ¡que dio la vida por nosotros y que
nos entregó su amor! Por eso: no hay otra paz. Jesucristo, muerto y resucitado, es
nuestra paz.
Que podamos recibirlo, vivirlo y transmitirlo a los demás.
Que así sea.