Ciclo C. Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor
Rosalino Dizon Reyes.
Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron (Lc 24, 11)
Está impaciente María Magdalena por visitar el sepulcro. Allí va muy de mañana,
pasado el día de descanso. Lo ve abierto. Desconcertada, se apresura a decírselo
a Pedro y al discípulo amado.
El informe les preocupa. Corren juntos hacia el sepulcro que encuentran vacío.
No indican robo las vendas ni el sudario enrollado. A veces no comprendemos la
realidad debido a nuestras preocupaciones. Lejos de ser como el discípulo amado,
no acertamos ver ni creer.
Así pues, María, al notar la losa quitada del sepulcro, se imagina lo peor: «Se han
llevado del sepulcro al Señor». No se le ocurre nada de las predicciones de Jesús
sobre su resurrección al tercer día. Más adelante, con visión borrosa a causa de las
lágrimas, confundirá al Maestro con un jardinero. Quien la sacará de su estado de
ánimo actual no será ni un ángel que otro, sino Jesús solo. Él le dirá: «María».
Ella contestará: «¡Raboni!». Luego él la confirmará en el apostolado: la enviará a
sus hermanos para llevarles buena nueva.
Es Jesús, ciertamente, quien nos elige y no nosotros a él (Jn 15, 16). Si bien se
nos advierte que las emociones nos pueden dejar ciegos, no por eso se ha de
menospreciar al entusiasmado. Nos sirva de escarmiento Judas: a pesar de su
elección acabó siendo un diablo (Jn 6, 70), probablemente porque se desanimó por
completo al dejar claro Jesús su rechazo del poder, del dinero y de la gloria.
De verdad, hay necesidad del entusiasmo amoroso y de la búsqueda inquieta de
María, para que desafiemos con denuedo la oscuridad y encontrar la luz. Si no
fuera por la iniciativa contagiosa de ella, si todo dejásemos en manos de los líderes,
¿se pondría en marcha con tanta prontitud en la Iglesia el entendimiento de la
Escritura sobre la resurrección de Jesús? Se ha de admitir, sí, que un reconocido
como dirigente, corriendo más que el otro, se muestra impulsivo. Pero solo echa
una miradita y no entra hasta que haya llegado y entrado el que no corre tan
rápido, dejándose moderar en su impulso por el otro que se ve menos impetuoso y
un poco más reflectivo.
Precisamente porque se debe lograr un equilibrio, necesita de la excitación de María
un ambiente patriarcal donde preponderan los varones mientras apenas se cuenta
con las mujeres «para pensar, decidir e impulsar la marcha de la Iglesia» (J.A.
Pagola, «Mujeres creyentes»), no obstante que están en las primeras líneas en los
esfuerzos para pasar haciendo el bien, dar testimonio del Resucitado y hacer
proclamación de la buena noticia a los pobres. Necesitamos la devoción resuelta y
bullente de las mujeres seguidoras de Jesús, para que, centrados en Cristo, nos
precavamos contra la pereza, «un vicio de los eclesiásticos»— dice san Vicente de
Paúl—o la tibieza, «un estado de condenación» (VIII, 100), y nos esforcemos por
hacer todo aquí abajo según el modelo que vemos allá arriba. La Iglesia necesita a
María que la enseñe a aceptar y brindar cariño y respeto, y a infundir esperanza—
mediante, por ejemplo, gestos de pobreza y humildad, como los del Papa
Francisco—incluso en los más abatidos, cuyos sufrimientos y problemas ella no
puede remediar.
Y hay necesidad de mujeres que atiendan el cuerpo triturado de Cristo y nos
impelen a penetrar las Escrituras y traer a la memoria, con corazón ardiente y
grato, que el Mesías padeció, de acuerdo con los profetas, para entrar en su gloria.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)