Jueves Santo en la Cena del Señor
SANTA MISA “IN CENA DOMINI”
En la santa Misa crismal, preludio matutino del Jueves santo, nos reunimos por
mañana por la mañana los presbíteros con nuestro obispo. Durante esta
significativa celebración eucarística, se bendijeron el óleo de los enfermos, de los
catecúmenos, y el crisma. Además, el obispo y los presbíteros renovamos las
promesas sacerdotales que pronunciamos el día de nuestra ordenación. En esta
tarde, los ritos de la santa misa in Cena Domini son una apremiante invitación a
contemplar la Eucaristía, misterio central de la fe y de la vida cristiana.
Juntamente con la Eucaristía, en el Cenáculo el Señor instituyó el sacerdocio
ministerial, para que se actualice a lo largo de los siglos su único sacrificio: “Hagan
esto en conmemoraci￳n mía” (Lc 22, 19). Luego nos dej￳ el mandamiento nuevo
del amor fraterno. Con el lavatorio de los pies nos enseña a sus discípulos que el
amor debe traducirse en servicio humilde y desinteresado al prójimo.
Hemos escuchado en el principio del Evangelio que el Se￱or Jesús “Habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los am￳ hasta el extremo” (Jn 13, 1).
Recordamos el gesto de Jesús que lava los pies a los Apóstoles (cf. Jn 13, 1-25).
Este acto se convierte para el evangelista en la representación de toda la vida de
Jesús y revela su amor hasta el extremo, un amor infinito, capaz de habilitar al
hombre para la comunión con Dios y hacerlo libre.
Dios ama a su criatura, el hombre; lo ama también en su caída y no lo abandona a
sí mismo. Él ama hasta el fin. Lleva su amor hasta el final, hasta el extremo: baja
de su gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con
ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante
nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava nuestros pies sucios, para que
podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos de sentarnos a su
mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás.
Dios no es un Dios lejano, demasiado distante y demasiado grande como para
ocuparse de nuestras bagatelas. Dado que es grande, puede interesarse también de
las cosas pequeñas. Dado que es grande, el alma del hombre, el hombre mismo,
creado por el amor eterno, no es algo pequeño, sino que es grande y digno de su
amor. La santidad de Dios no es sólo un poder incandescente, ante el cual debemos
alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador y
sanador.
Dios desciende y se hace esclavo; nos lava los pies para que podamos sentarnos a
su mesa. Así se revela todo el misterio de Jesucristo. Así resulta manifiesto lo que
significa redención. El baño con que nos lava es su amor dispuesto a afrontar la
muerte. Sólo el amor tiene la fuerza purificadora que nos limpia de nuestra
impureza y nos eleva a la altura de Dios. El baño que nos purifica es él mismo, que
se entrega totalmente a nosotros, desde lo más profundo de su sufrimiento y de su
muerte.
Él es continuamente este amor que nos lava. En los sacramentos de la purificación -
el Bautismo y la Penitencia- él está continuamente arrodillado ante nuestros pies y
nos presta el servicio de esclavo, el servicio de la purificación; nos hace capaces de
Dios. Su amor es inagotable; llega realmente hasta el extremo.
El amor alcanza su cima en el don que la persona hace de sí misma, sin reservas, a
Dios y a sus hermanos. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro nos propone
una actitud de servicio: “Ustedes me llaman Maestro y Se￱or, y dicen bien, porque
lo soy. Pues si yo, siendo su Señor y Maestro, les he lavado los pies, ustedes
también deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Con este gesto, Jesús
revela un rasgo característico de su misi￳n: “Yo estoy en medio de ustedes como el
que sirve” (Lc 22, 27). Así pues, solamente es verdadero discípulo de Cristo quien
lo imita en su vida, haciéndose como él solícito en el servicio a los demás, también
con sacrificio personal. En efecto, el servicio, es decir, la solicitud por las
necesidades del prójimo, constituye la esencia de todo poder bien ordenado: reinar
significa servir.
Lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo perdonarnos continuamente
unos a otros, volver a comenzar juntos siempre de nuevo, aunque pueda parecer
inútil. Significa purificarnos unos a otros soportándonos mutuamente y aceptando
ser soportados por los demás; purificarnos unos a otros dándonos recíprocamente
la fuerza santificante de la palabra de Dios e introduciéndonos en el Sacramento del
amor divino.
El Señor nos purifica; por esto nos atrevemos a acercarnos a su mesa. Pidámosle,
por intercesión de Nuestra Señora de la Soledad, que nos conceda a todos la gracia
de poder ser un día, para siempre, huéspedes del banquete celestial.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)