DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR (C)
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
24 de marzo de 2013
Lc 22, 14-23, 56
La narración de la pasión que hemos escuchado, tomada del Evangelio según San
Lucas, nos ha llevado desde la última cena de Jesús con los apóstoles , en la que
instituyó la Eucaristía, hasta el sepulcro excavado en la roca donde fue enterrado el
cuerpo del Señor. Y en el centro de todo, después de la oración intensa y angustiosa
de Jesús en Getsemaní hasta sudar como gotas de sangre , después de la traición de
Judas, la detención, las negaciones de Pedro, la ficción de unos procesos religioso y
civil y de la condena a muerte de Jesús,... el centro de todo, encontramos las tres
cruces plantadas en la cima del Gólgota. El evangelista, hermanos y hermanas, lo
califica de espectáculo . Debía ser, ciertamente, un espectáculo terrible y cruel a los
ojos de la gente que lo estaba mirando . Terrible y cruel por el suplicio tan doloroso, por
la sangre que bajaba por los cuerpos de los crucificados, los gritos y las burlas. Y,
también, tenía que ser un espectáculo sobrecogedor por diálogos de los tres
crucificados. En la mirada de fe del evangelista y de los creyentes en Jesús es, sin
embargo, un espectáculo que invita a la contemplación.
Arriba en el Gólgota, hay tres crucificados: Jesús, el malhechor arrepentido y el
malhechor que increpa a Jesús y no llega a la fe. A los ojos de la gente son unos
condenados a muerte como tantos otros que habían visto y como tantos otros que ha
habido y hay a lo largo de la historia. Mirando, sin embargo, desde la fe el fondo de
todo lo que sucede en ese momento, descubrimos el centro del misterio cristiano. Y,
también, el misterio de la libertad humana frente a de Jesús. Más aún, podríamos decir
que esa escena refleja de una manera elocuente toda la experiencia humana.
En el centro del espectáculo que se ofrece a la vista, está la cruz de Jesús, el Hijo de
Dios hecho hombre. Él es inocente, tal como lo reconoce el centurión después de ver
lo que había pasado . Sí, Jesús es crucificado por una condena injusta. Pero la fe
cristiana descubre una dimensión más profunda que la simple ejecución de una
persona sin culpa. El creyente, tal como nos ha dicho la carta al Filipenses (cf. Flp 2,
6-11), descubre el abajamiento más extremo que Jesús, a pesar de su condición
divina , ha querido asumir a favor nuestro por amor. La cruz es su máxima humillación,
tanto a nivel humano porque es contado entre malhechores (cf. Is 53, 12) con la
muerte reservada a los malechores , como también lo es a nivel religioso según la
creencia judía, que consideraba un maldito de Dios el que colgaba de un madero (cf.
Dt 21, 23; Gal 3, 13). Pero al mismo tiempo, el fracaso de la cruz es el paso hacia la
glorificación pascual y es el principio dinámico de la renovación del mundo, también en
nuestro tiempo. El ofrecimiento de Jesús en la cruz, además, es lo que da sentido al
gesto de repartir el pan y el vino que había hecho en la última cena, con el que hemos
comenzado la narración de la pasión. Y este ofrecimiento en la cruz es, también, la
semilla que hará estallar la vida en el interior del espacio de muerte que es el sepulcro,
con el que terminaba la narración.
A un lado de Jesús está la cruz del malhechor que se arrepiente y que la tradición
cristiana llama "buen ladrón" precisamente a causa de su conversión. Éste, antes de
morir, hace un acto de fe, breve e intenso, en Jesús como Mesías Rey . Deviene así
interiormente discípulo de Jesús. Y movido por el temor de Dios -es decir, por la
reverencia y la confianza que le inspira ese compañero de suplicio que reconoce como
Rey de la gloria- llega a la salvación. Después de una vida de malhechor , sólo le ha
necesitado invocar a Jesús, para recibir la certeza de que compartirá con él la vida
gozosa de Dios.
Al otro lado hay otra cruz, la del malhechor que no reconoce a Jesús. Al contrario, que
le insulta sin piedad a pesar del momento que están viviendo. No hace caso, tampoco,
de las admoniciones del otro malhechor , compañero suyo de suplicio. Ve el mismo
espectáculo, pero no se conmueve ante el drama, ni se cuestiona sobre aquel
crucificado que hay entre él y el otro compañero de mala vida. No sabe descubrir la luz
que brilla detrás de la faz ensangrentada del crucificado del medio, mientras la
oscuridad se extiende por toda la tierra . Y muere con una actitud de rebelión interior.
Jesús no le ha prometido nada, aunque también ha dado la vida por amor a él.
En esta escena sobre el Gólgota , de alguna manera estamos todos representados. En
las opciones que podamos tomar y en las que podamos no tomar. Podemos decidir
creer en Jesús crucificado, y confiarnos al plan de salvación del Padre que quiere que
seamos imagen de su Hijo (cf. Rm 8, 29). Y, de este modo, en las pruebas y en los
sufrimientos de esta vida que nunca faltan, podremos unirnos a la cruz de Jesucristo y
entrar por amor en comunión con su ofrenda al Padre completando así lo que falta a
los sufrimientos de Cristo en bien de la humanidad (cf. Col 1, 24).
Pero, ante Jesucristo, también podemos tomar la opción de no creer, porque la fe es
una opción libre y en ocasiones se pueden tener obstáculos serios para llegar a la fe.
La cruz, en cambio, no nos la podremos ahorrar nunca, porque la existencia humana
conlleva siempre etapas de sufrimiento físico, períodos de dolor interior, y un final de
muerte. Cabe la posibilidad de asumirlo estoicamente, como una realidad inevitable a
la condición humana. Cabe también la posibilidad de vivirlo desde la lucha interior
entre la fe y la increencia. Cabe, todavía, la rebelión ante el sufrimiento físico o moral y
ante la muerte; una rebelión que es bastante comprensible sobre todo cuando no se
tiene fe, porque hemos escuchado cómo Jesús mismo experimentaba una angustia
terrible ante la perspectiva del dolor y la muerte, y sostenía un combate interior hasta
el sudor de sangre . Él, sin embargo, no desesperó; invocaba al Padre desde la
voluntad de llevar a cabo el plan establecido en el designio divino a favor de toda la
humanidad; él también derramó la sangre para los que no tienen fe.
Pidamos que el Señor nos ayude a tomar la opción mejor, la de la fe que nos hace
descubrir el significado profundo del Cristo crucificado y de nuestra incorporación a él,
también en la dimensión de sufrimiento. El evangelista, como he dicho, califica de
espectáculo la escena del Calvario. No para decirnos que es un espectáculo morboso.
Sino para decirnos que es algo digno de ser contemplado. Contemplemos la cruz de
Jesús desde la perspectiva del buen ladrón, que es la de la fe. Contemplemos la figura
del Señor crucificado y agradezcamos su don por amor; agradezcamos, también, la
vocación que el Padre nos ha dado de identificarnos con su Hijo para encontrar
sentido a tantas realidades de la vida que a los ojos humanos parecen sin sentido.
Porque la fe en Cristo consiste en seguir hasta el fondo el itinerario salvador del
Crucificado, que no termina en la cruz ni en el sepulcro sino en la alegría y en gloria de
Pascua.
Jesús, antes de entregar su cuerpo a la cruz y de derramar su sangre para sellar la
nueva alianza, quiso dejar a sus seguidores el Cuerpo en el pan y la Sangre en el vino
de la Eucaristía. Aún ahora estos Dones Santos perpetúan para nosotros, y para todo
el mundo, su donación en la cruz. Contemplemos, pues, el crucificado y nutrámonos
con el fruto eucarístico que viene de la cruz. Así podremos renovar cada día, pase lo
que pase, nuestra opción de seguir a Jesucristo participando con perseverancia de sus
sufrimientos hasta llegar a su Reino (cf. oración colecta, Regla de san Benito, Prólogo
50).