Viernes Santo en la Pasión del Señor
La pasión dolorosa del Señor Jesús suscita necesariamente piedad hasta en los
corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por
cada uno de nosotros. Observa san Juan: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a
su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan
vida eterna” (Jn 3,16). Cristo muri￳ en la cruz por amor. A lo largo de los milenios,
muchedumbres de hombres y mujeres han quedado seducidos por este misterio.
Son los santos y los mártires.
Jesús al derramar su sangre, Él nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, roto
la soledad de nuestras lágrimas, y entrado en todas nuestras penas y en todas
nuestras inquietudes. Y es que nosotros no estamos celebrando solamente un
aniversario, sino un misterio. San Agustín explica la diferencia entre las dos cosas.
La celebraci￳n “como en un aniversario” —explica san Agustín— no requiere otra
cosa —dice— sino «indicar con una solemnidad religiosa el día preciso del año en el
que se recuerda ese hecho»; en la celebración como un misterio («in
sacramento»), «no solamente se conmemora un acontecimiento, sino que se hace
de tal manera que se entienda su significado y sea acogido santamente» (Epistola
55, 1, 2: CSEL 34, 1, p. 170).
Esto lo cambia todo. No se trata sólo de asistir a una representación, sino de
«acoger» su significado, de pasar de espectadores a actores. Por tanto, nos toca a
nosotros elegir qué papel queremos representar en el drama, quién queremos ser:
si Pedro, Judas, Pilato, la muchedumbre, el Cirineo, Juan, María… Nadie puede
permanecer neutral; no tomar posición es tomar una bien precisa: la de Pilato que
se lava las manos o la de la muchedumbre que desde lejos «estaba mirando» (Lc
23, 35).
Qué importante sería que hoy cada uno de nosotros pudiéramos identificarnos con
el buen ladrón. El buen ladrón hace una confesión completa de su pecado; le dice a
su compa￱ero que insulta a Jesús: “﾿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la
misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el
justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo” (Lc 23, 40
s). El buen ladrón se muestra aquí como un excelente teólogo. Solamente Dios, de
hecho, sufre absolutamente siendo inocente; cualquier otra persona que sufre debe
decir: “Yo sufro justamente”, porque, aunque no sea responsable de la acci￳n que
se le imputa, nunca está enteramente libre de culpa. Solamente el dolor de los
niños inocentes se asemeja al de Dios y por eso es tan misterioso y tan sagrado.
¡Cuántos delitos atroces, en los últimos tiempos, han quedado sin un culpable!
¡Cuántos casos sin resolver! El buen ladrón hace un llamamiento a los
responsables: haced como yo, salid al descubierto, confiesen su culpa;
experimentarán también ustedes la alegría que yo sentí cuando escuché las
palabras de Jesús: “ᄀHoy estarás conmigo en el paraíso!” (Lc 23, 43).
¡Cuántos pecadores, que han confesado su pecado, pueden confirmar que eso
mismo les sucedió a ellos! Pasaron del infierno al paraíso el día que tuvieron el
valor de arrepentirse y confesar su culpa. El paraíso prometido es la paz de la
conciencia, la posibilidad de mirarse en el espejo o mirar a los propios hijos sin
tener que despreciarse.
No llevemos con nosotros a la tumba nuestro pecado; nos procuraría una condena
mucho más temible que la humana. Si el hombre reconoce su pecado
sinceramente, “Dios perdona muchas cosas, por una obra buena”; sí él perdona
muchas cosas por un acto de arrepentimiento. Lo prometió solemnemente:
“Aunque sus pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve; aunque
sean rojos como la púrpura, quedarán como lana” (Is 1, 18).
Si, al volver a casa esta noche, alguien nos pregunta: “﾿De d￳nde vienes?, ﾿d￳nde
has estado?” respondamos, al menos en nuestro coraz￳n: “ᄀHe estado en el
Calvario!”.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)