Sábado Santo
Un gran silencio envuelve el mundo. Una sensación de vacío nos embarga en este día extraño,
vaciado de Dios. La muerte no suelta fácilmente su presa. Este día representa la distensión
temporal en la que parece que el mal triunfa y que los ideales son sueños de imposible
cumplimiento. La Palabra ha sido acallada. De ahí el estruendoso silencio. La Vida ha sido
aplastada y con ella la Justicia ha sido traicionada y la Verdad falseada. ¿Ha muerto también la
esperanza?
La muerte de nuestros seres queridos, lo sabemos por experiencia, es un mazazo que, en medio
del aturdimiento del dolor, nos hace extrañamente lúcidos para la evidencia del amor: sólo
comprendemos hasta qué punto queremos a alguien cuando nos es arrebatado por la muerte. Por
eso, a veces, en medio del desagarro amargo de la separación, se siente en el fondo del alma una
extraña y serena gota de miel, la dulce sensación de que existe el amor verdadero. Esa pálida luz
ilumina la dureza extrema de la muerte.
Dios no ha encontrado un modo mejor de decirnos cuánto nos ama, que muriendo por nosotros
en su Hijo Jesucristo. Al extremo alejamiento ha respondido con el amor extremo.
El vacío y el silencio que nos envuelven son la promesa de una Palabra nueva y nítida. El frío y
la oscuridad que paralizan el alma alimentan la esperanza de un fuego que nos ha de calentar e
iluminar en la noche. La descomposición y la podredumbre de la muerte nos hacen ansiar el agua
que purifica y limpia, y nos hace renacer a una vida nueva.
En este día de silencio, vacío y frío, como los discípulos de antaño, permanecemos a la espera y
en vela junto al sepulcro. Porque nuestro corazón desgarrado nos dice que esta muerte por amor
no es un punto final. Muchas evidencias nos hablan en contra. Pero, junto al sepulcro, seguimos
en vela, y esperamos.