Tiempo y Eternidad
______________________
José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
Tres regalos del más allá
Recibir una carta o una llamada del extranjero nos produce una profunda
alegría porque significa que existe una persona que piensa en nosotros, que
nos recuerda, que nos tiene presentes en su mente y corazón. Algo así
experimentó Nicolás Maduro cuando el difunto ex-presidente de Venezuela
Hugo Chávez le habló en forma de pajarillo para bendecirlo y animarlo a las
próximas elecciones.
Jesucristo un día emprendió un viaje a donde todos iremos, pero del cual nadie
regresa. Después de su pasión y muerte descendió a los infiernos, como
recitamos en el credo, para despertar a los justos que aguardaban la
redención. Y en su resurrección nos trajo del cielo tres regalos para ayudarnos
a fortalecer nuestra fe y para que no seamos incrédulos sino creyentes.
Cristo resucitado nos trajo la paz. La paz que nace de saber que no hemos sido
engañados en la fe que profesamos, sino que Cristo es realmente el Hijo de
Dios. La paz que es fruto de la feliz esperanza en Dios Padre celestial que nos
dio la vida y que nos aguarda en el cielo. No se trata de sueños infantiles, sino
de una certeza que nace de la resurrección. “Porque si Cristo no resucitó, vana
es nuestra fe” (I Cor. 15,17). La Iglesia es también prueba de la presencia viva
de Cristo, pues ante tanta fragilidad humana, ¿cómo es posible que
permanezca siempre joven con dos mil años de historia a sus espaldas? Cristo
va en la barca y lleva sus manos puestas en el timón de su Iglesia.
Cristo nos trajo al Espíritu Santo. Cristo pagó el precio de nuestro rescate con
el sacrificio de su muerte en la cruz y como último gran don, nos da la vida
nueva nacida del Espíritu Santo a través de los sacramentos que nos
alimentan, nos curan y santifican. Dios se hace presente a través de esos
signos visibles que llamamos: sacramentos. Cada uno de ellos es una caricia
de la misericordia que unge, enardece, consuela e ilumina. El Espíritu de la
verdad nos conduce a la verdad plena.
Finalmente nos ofrece el don de sí mismo. Si contemplamos a Cristo resucitado
nos daremos cuenta que en su cuerpo glorificado, un cuerpo libre de las
ataduras del pecado, conserva las huellas de su doloroso martirio. Le dijo a
Tomás: “Trae tu mano y métela en mi costado; trae tu dedo y ponlo en las
heridas de los clavos” (Jn. 20,22). Dios se tomó muy en serio nuestra creación
y redención. En su cuerpo victorioso conserva los estigmas de su martirio para
que no olvidemos cuánto nos ha amado.
twitter.com/jmotaolaurruchi