Un Cristo sentado en la playa de tu vida
Domingo 3º de Pascua 2013 C
¿Podéis imaginaros a un Cristo a la orilla de la playa, ya resucitado, llamando a
almorzar a sus apóstoles y llamándoles “muchachos” como en los viejos tiempos,
cuando comenzaron aquellas venturosas jornadas a las que él mismo los había
llamado, precisamente en Galilea, la amada Galilea de Cristo Jesús? Pues eso fue lo
que ocurrió en aquella memorable tercera aparición de Cristo a los suyos, a sus
amigos y compañeros de aventuras, que después de aquellos días amargos,
dolorosos y extraños de Jerusalén donde se los habían matado, ahora volvían
momentáneamente a lo que había sido su vida de siempre: la pesca y a estar
también momentáneamente con él. No negaban la cruz de su parroquia, y si bien
es verdad que aunque conocían de sobra su profesión, esa noche no habían podido
pescar nada, fue necesario que Cristo desde la playa, como desde los confines de
otro mundo, les señalara el lugar donde habían de pescar, y una pesca
abundantísima que a Pedro le recordaría los primeros días de la vida pública de
Cristo, cuando éste le pidió su barca prestada para predicar a la gente y luego
rezongó cuando Jesús le pidió que llevara la barca mar adentro para pescar
precisamente al mediodía. A Pedro le faltaban muchas cosas por aprender, pero
nunca estaba cerrado a las nuevas circunstancias. Precisamente cuando volvían de
la pesca, fue Juan el que reconoció a Jesús pero fue Pedro el que luego de ponerse
su túnica se tiró al agua para acudir al encuentro con Jesús. Recordemos cómo
hace muy poco, el Papa Francisco, con un gesto que sorprendió a todos, antes de
dar la bendición a todas las gentes que lo aclamaban y a todas las gentes que lo
seguían por los medios de comunicación, se inclinó profundamente y pidió orar por
él para poder llevar adelante la misión que Cristo le confería. Son los fieles y los
pastores unidos los que lograrán hacer una Iglesia fuerte, misionera y
comprometida con el Evangelio de Cristo Jesús.
Aunque Jesús había pedido la pesca que a todos sorprendió, él mismo en la playa,
ya estaba preparando el almuerzo para sus “muchachitos”, pan y pescado, dos
símbolos de su entrega, de su generosidad y de su amor. Fue una delicadeza de
Cristo Jesús para aquellos hombres rudos, cerrados de cabeza, pero que habían
podido conservarse unidos a pesar de todo, los que ahora almorzaban con el
Maestro. Lo veían y lo veían, pero no se atrevían a decir palabra, su figura sin duda
alguna debió haber sido sobrecogedora y al mismo tiempo muy cercana y muy
familiar.
Pero ese día no sólo se trataba de una comida del recuerdo, de volver a los tiempos
y a los lugares donde habían comenzado su venturosa aventura. Una vez que
hubieron almorzado, apartando sólo un poco a Pedro pero no tanto como para que
no se enteraran los demás apóstoles, a ese Pedro que hacía poco, en vida de su
Maestro, cuando más lo necesitaba, lo negó y por tres veces. Ahora Cristo lo
volvió a interrogar sobre su amor y su entrega a él y a la misión para la que ya
desde un principio lo tenía destinado, conducir a su familia por el mundo y por los
tiempos hasta llegar a la casa del Buen Padre Dios. Pedro con lágrimas en los ojos
tuvo que reconocer la bondad, la misericordia de Cristo que lo perdonaba y lo
llamaba a seguirlo, pero sólo cuando Pedro fue capaz de declararle su amor y su
entrega, le fue confiado el cuidado de la Iglesia del Señor. Sólo con una fuerte dosis
de amor es posible llevar esta familia por los caminos del mundo y sólo con otra
fuerte carga de amor los cristianos lograremos hacer presente la salvación de Cristo
a todos los hombres. Los simples cristianos, como el sacerdote, el obispo y Papa,
sin amor y sin cruz, no podrán ser verdaderamente discípulos de Jesús. Con
parecidas palabras se expresaba el Papa Francisco a los Cardenales que hacía poco
lo habían elegido.
Hoy que estrenamos el papado de Francisco, tenemos que hacer un acto de fe en
esta Iglesia nuestra que fue confiada al cuidado de los hombres, pero inspirada por
la obra del Espíritu Santo. Es obra del Señor y es para los hombres, es la madre
que a veces tiene el rostro empañado por las miserias de sus hijos, pero a la que el
Señor la ha dotado de fuerza para conducir a todos ellos, invitándolos a que entre
todos vayamos conduciendo esta barca del Señor hasta puerto seguro de salvación.
No escatimemos esfuerzo por limpiar el rostro de nuestra Madre y no nos
mostremos remisos ante este Cristo que quiere perdonar nuestros pecados y volver
a alimentarnos como aquel día en la playa, ahora en el sacramento de la Eucaristía,
y que con el mismo amor con que él preparó el alimento para los suyos, nosotros
nos preocupemos de los que necesitan de nuestra ayuda y sobre todo de aquellos a
los que aún no llega el mensaje de la Salvación.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios
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