Ciclo C. II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, Ciclo C
Rosalino Dizon Reyes.
Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él (Rom 6, 8)
Muchos entonces buscaban que cayera sobre ellos por lo menos la sombra de
Pedro. Pero ahora en los EE.UU., por ejemplo, ha subido al 20% la cifra de los que
se declaran sin ninguna afiliación religiosa—según sociólogos de la Universidad de
California, Berkeley. Y los católicos no desconocemos que crece cada vez más el
número de los que dicen que se están recuperando del catolicismo. Con razón
consultó con estudiosos el obispo de Trenton, Nueva Jersey, David M. O’Connell,
C.M.
Está bien que los expertos busquen explicaciones. No se le debe perder a la Iglesia
ningún miembro. Tampoco puede ella dejar de hacer discípulos de todos los
pueblos.
Y cuanto más cumple ella con su misión de ser un instrumento de arrepentimiento,
perdón y reconciliación, tanto más rebosa de vida y alegría. Así anima a los suyos a
quedarse y a otros a adherirse al Señor. Se asemeja asimismo al que, anticipando
la necesidad de los encerrados en la oscuridad del miedo y la vergüenza, les desea
la paz y les dice efectivamente: «Sed iluminados»; «Salid». Ahuyenta a la gente,
en cambio, una Iglesia con cara fruncida de un inquisidor.
Cuanto más nos presentamos con las señales del elevado y traspasado en la cruz
que vivió y predicó la buena nueva de misericordia y justicia de modo nunca visto
ni oído, tanto más nos manifestamos como el cuerpo auténtico de Cristo.
Colaborando con él para el perdón de los pecados y la justificación de muchos,
participamos de su atracción y de su bendición de ver innumerables descendientes
(Is 53, 10). Los sufridos escarnecidos estiman mucho a la Iglesia que da
testimonio de Jesús parecido a sus hermanos en todo, menos en el pecado, y
probado exactamente como ellos.
Tal Iglesia es, pues, compasiva. Sirve de voz de las criaturas sin voz en los
vientres, las cuales saltan de alegría en la presencia de Jesús. Como él, abraza a
los niños, especialmente a aquellos que preguntan a sus madres: «Dónde hay
pan?», mientras desfallecen y aun expiran en brazos de sus madres (cf. Lam 2,
12). Recibe a los locos a imitación de su Señor que, según san Vicente de Paúl,
«quiso verse rodeado de lunáticos, endemoniados, locos, tentados y posesos», para
sanarlos (XI, 394). Acoge a forasteros discriminados y a desterrados abatidos, y
les alienta con las palabras del Resucitado: «No temáis». Como Jesús que ha
venido a llamar a los pecadores y capacitarlos para la vida nueva, está al servicio
de los delincuentes. Se acerca, cual el buen Samaritano por excelencia, a las
víctimas de las guerras, de la injusticia y la violencia, de desastres naturales y
accidentes. Frecuenta «las periferias» para iluminar situaciones donde corre mayor
riesgo la fe de los dichosos que creen sin ver, y para rezar con las cosas de la vida
diaria del pueblo, «con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas»,
por lo que los deja agradecidos y confiando más en ella (Papa Francisco, Santa Misa
Crismal).
Esa Iglesia que no ve ninguna miseria sin tratar de remediarla solo muestra lo que
toma de la Mesa del Señor (san Agustín, Oficio de Lectura, Liturgia de las Horas
para el Miércoles Santo). Pequeña como una semilla de mostaza, luego será tan
grande que atraerá a muchos a anidar a su sombra, como a la sombra del
Todopoderoso (Mc 4, 31-32; Sal 90, 1).
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)