III Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, Ciclo C
«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.»
¡Pascua es haber visto al Señor Resucitado! (Evangelio)
Los apóstoles habían vuelto a pescar; era lo que sabían hacer. Al final, Cristo había
muerto; es verdad que se decía había resucitado, pero el futuro era incierto y había
que pensar en comer. Mas Jesús nunca se cansa de nosotros y por tercera vez se
manifestó a sus discípulos; ahora a la orilla del Lago de Tiberíades.
¿Qué hizo Jesús? Sorprenderlos en su mismo trabajo. ¿Qué tenemos que hacer
nosotros? Hacer lo que Él nos diga, como dijo la Virgen María en las bodas de Caná.
Si echamos la red, porque Cristo lo ha dicho, no podremos arrastrarla por la
cantidad de peces. Pero no basta la obediencia a Jesús, es necesario haber visto al
Señor, es decir, en la Santa Misa no basta la palabra, se necesita también el
sacramento, partir el pan, para poder ver al Señor.
Entonces, fue Juan quien dijo a Pedro ¡Es el Señor! Y todos se acercaron a Jesús;
estaban viendo al Señor, quien tomó el pan y se lo dio.
Lo mismo hizo con el pescado. Ahora, durante el misterio de la Santa Misa debemos
decir con fe: ¡Señor mío y Dios mío!, advirtiendo la presencia del Señor en medio
de nosotros; nosotros, todo, está bajo la providencia divina.
Éste es el fruto de la Eucaristía
Después de la experiencia de ver al Señor Jesús, viene la manifestación de nuestra
vocación. Jesús dijo a Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?
Cierto, Señor, tú sabes que te amo. Apacienta mis ovejas. Y por tres veces se
repite el mismo diálogo. Pedro se inquieta, y le dice: Señor, tú lo sabes todo, y
sabes que te amo. Y, al final, Jesús le promete: Cuando eras joven…, cuando seas
viejo…, Cristo le estaba indicando con qué clase de muerte le glorificaría.
En la primera parte del evangelio, Jesús nos da una obediencia; en la segunda
parte se manifiesta a sus discípulos en su cuerpo y en su sangre; en la última
parte, Jesús señala a Pedro su vocación: amar de tal modo a Jesús, que pueda
cuidar del mundo. Recemos por el Papa, sucesor de San Pedro, y contemplemos
todos al Señor, que nos dice: Sígueme.
Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres (1ª Lectura)
Los apóstoles hablan claro, diciendo lo que hizo el pueblo con Jesús y lo que hizo
Dios con Jesús. Vosotros matasteis a Jesús, pero Dios lo ensalzó como jefe y
salvador para dar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Los flagelaron y
los dejaron en libertad, prohibiéndoles de hablar de Jesús. Y ellos se fueron
contentos , pues habían testimoniado a Jesús, sufriendo por él.
Sólo los testigos hablan al corazón de las personas y entregan la vida por el otro,
porque hablan de lo que previamente han escuchado a Dios.
De la oración contemplativa brota la palabra de vida.
¡Entremos en el misterio! (2ª Lectura)
El cielo proclamaba: “El Cordero que ha sido inmolado es digno de recibir la
potencia, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la bendición”. Y la
tierra confirmaba: “A aquél que está sentado en el trono y al Cordero alabanza,
honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos”. Amén, respondieron los cuatro
seres vivientes, y los ancianos se postraron.
El Apocalipsis nos presenta una liturgia del cielo, invitándonos a participar en su
misterio, mas para ello es preciso tener un corazón limpio y una mente ordenada.
Sin estar evangelizados y convertidos no hay posibilidad de participación litúrgica.
Fr. Pedro Fernández Rodríguez
Convento Santa María Maggiore (Roma)
Con permiso de: dominicos.org