III Domingo de Pascua , Ciclo C
UN PRECIOSO RINCÓN DE TIERRA SANTA
Padre Pedrojosé Ynaraja
Que algunos visitantes se lo pierden. Muy cerca del lugar está Cafafarnaún,
imponente por sus recuerdos y restos arqueológicos y también el precioso recinto
en honor de la multiplicación de los panes y los peces, admirable por la belleza de
sus mosaicos, también está próximo. El espacio donde ocurrió lo que relata el
evangelio del presente domingo, no tiene una edificación que resalte en nada. Es
tan simple, que el mismo Papa Juan-Pablo II insinuó que se hiciera algo de mayor
categoría. Según me han contado, le respondieron que ya estaba bien que
continuase así, sencillo, modesto; como lo fue el primer Papa. Junto al edificio, se
conservan todavía unas gradas, protegidas últimamente para que nadie las dañe.
En algunas de mis visitas, el nivel del agua llegaba hasta el último peldaño, lo que
facilitaba todavía más el fervoroso recuerdo del episodio. La peregrina Egeria
menciona estos escalones excavados en la roca, sobre los cuales estuvo de pie el
Señor. Se trataría sin duda, de un minúsculo puerto, como tantos otros había,
donde atracaban las barcas de pesca del lugar. La antigua tradición asegura que fue
este en el que el Maestro observaba y esperaba a sus discípulos, aquel amanecer.
Yo no sé cuantos de vosotros, mis queridos jóvenes lectores, habréis ido a pescar.
Por si acaso, os advierto que lo peor que se le puede preguntar a un pescador en
un mal día, es si pican los peces. Pues bien, a siete discípulos se les ocurre un
anochecer salir de pesca. Pasan la noche calando sus redes y ni un solo pececillo
atrapan. Llegada la aurora, a un individuo anónimo que está en la orilla, se le
ocurre hacerles la imprudente pregunta y, para más recochineo, les da consejos,
diciéndoles que echen las mallas a la derecha. Lo curioso e insólito del caso, es que
no se lo toman a mal, aceden y lo cumplen. Grave crisis de oficio debían sufrir,
cuando así se comportan, pienso yo.
¡Anda ya! De inmediato aprisionan los sedales muchísimos peces, que,
paradójicamente, no se rompen, advirtiendo el autor que el número de los
pescados era 153.
La sorpresa les lleva a la observación, descubren entonces que el que pensaban era
un intruso, era el mismísimo Señor. Juan, evidentemente, un joven de no más de
15 años, se tira de inmediato al agua, Pedro, toma alguna precaución, es hombre
maduro y quiere presentarse vestido al uso. Los demás, menos decididos, se
aproximan remando.
El Maestro les espera, tiene pescado y pan, que se cuecen sobre las brasas. Manda
que traigan de los suyos, los conseguidos con su esfuerzo. ¿Por qué no preparó Él
mismo los suficientes para todo el grupo?. Desayunan plácidamente. Parece que
Jesús Resucitado está perdiendo el tiempo. El tiempo de ellos, pues Él ya existe en
la Trascendencia, libre de periodos época.
¡Tantas cosas que esperan que les enseñase, y Él entretenido en atizar las brasas.
No predica, no: enseña. Una sabiduría que todavía no hemos aprendido, ni
aceptado: es preciso compartir. Hacerlo no es perder tiempo. Uno de los males de
la cultura occidental es que continuamente uno está escuchando: no he tenido
tiempo. Se teme perderlo y resulta que se ocupa en cosas que a la corta o a la
larga, carecerán de sentido.
Os lo he contado en otras ocasiones, mis queridos jóvenes lectores, una grata
experiencia propia de esta estación, es salir fuera, afortunados si podéis estar junto
algún lago o río y podéis pescar, amasar harina y, si estáis cerca de un lugar donde
podáis encontrar leña y las leyes lo permiten, encender fuego y cocer el pescado y
la masa en la hoguera. Os confieso que yo sólo he podido vivir esta experiencia en
una ocasión. Ahora compramos en el mercado los peces y, prosaicamente, los
preparamos en plancha eléctrica. No nos está consentida otra manera. De todos
modos, os aseguro que el gusto es semejante. A nosotros, nos sabe a gloria.
Una de las preocupaciones del que fue eminente teólogo Joseph Ratzinger y más
tarde Papa Benedicto XVI y uno de los últimos deseos de su encuentro de
despedida como Pastor, fue que desapareciera la desunión de los fieles en la
Iglesia. Cuando se inició como Papa manifestó su deseo de trabajar para que
desapareciera la separación de los cristianos y bien sabemos el empeño que puso
en ello. Son grandes tareas, que comprobamos quiere continuar el Papa Francisco.
A vosotros os toca ofrecer amistad, tratar de derribar obstáculos, que son
antipatías, envidias, orgullo personal o colectivo. Es nuestra contribución al gran
proyecto. Vivir con las puertas abiertas, no encerraros nunca para realizar vuestros
proyectos, no excluir a nadie. Vivir la Fe y compartirla, a cielo abierto, como lo hizo
Jesús con aquellos que más quería.
Más que simposios, congresos, grandes concentraciones y asambleas, es preciso
ocuparse en esta labor de artesanía que el Señor nos enseña: compartir. Y no se
olvide que se trataba, nada más y nada menos, que del Hijo Unigénito, enviado por
el Padre para la salvación de la humanidad. Torturado, sentenciado, ejecutado,
enterrado y resucitado. ¿Quién da más?. Pues, ya lo veis, nos enseña e invita a que
pasemos un rato amistosamente juntos, compartiendo labores y ensueños.
Cualquiera es capaz de hacerlo si sabe ser humilde.
(el texto evangélico de esta misa se puede prolongar, no es obligatorio, con la
confirmación del primado a Pedro, es el ensueño que Él tenía aquel día. De gran
importancia dogmática, me exigiría ahora analizar las frases que Jesús le dirige al
Apóstol, su significado en el original griego, que no expresan bien las traducciones
y las consecuencias que se derivan del diálogo entre Jesús y Pedro. Otro día lo
hare. Vuelvo a repetiros que no os será posible trasladaros al lago de Tiberíades,
pero sí encontrar un paraje donde, de mañana, almorzar pan y pescado, asado,
frito o en conserva, leer el texto y comentarlo, está al alcance de cualquiera.
Descubriréis dimensiones que no habíais apreciado antes)