DOMINGO DE PASCUA – MISA DEL DÍA
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
31 de marzo de 2013
Hch 10, 34.37-43; Col 3, 1-4; Jn 20, 1-9
"Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el
madero ha venido la alegría al mundo entero". Con este canto que la liturgia romana
toma de la liturgia bizantina, el Viernes Santo proclamábamos ya ante la cruz nuestra
fe en la resurrección de Jesús. Sí, queridos hermanos y hermanas, por el árbol de la
cruz de Jesús "ha venido la alegría al mundo entero". Porque ha sido el trofeo con el
cual Jesucristo ha salido vencedor del pecado y de la muerte, por eso el sepulcro está
vacío. La muerte no ha podido engullir a Jesús en sus pozas oscuras. Es cierto que,
después de su resurrección, sigue habiendo mal y muerte en el mundo. Pero él, con
su cruz, ha secado la fuente; el mal y la muerte todavía se cuelan y se colarán hasta el
fin de los tiempos, sin embargo, han sido desactivados en su origen y al final del
tiempo impondrá la vida nueva y llena de Jesucristo. La realidad última que nos espera
no es, pues, el dolor, el mal o la muerte, sino la plenitud de la vida en Dios, asociados
al triunfo pascual de Cristo.
Si el Viernes Santo ya anunciaba el gozo de la resurrección, esta mañana de Pascua
la Iglesia exulta. Los cristianos no cesamos de maravillarnos por el anuncio gozoso
que año tras año va resonando de un extremo a otro de la tierra: ¡Jesucristo vive! Tras
sufrir la pasión, haberse entregado a la muerte en cruz y haber entrado en el sepulcro
en solidaridad con todas las muertes humanas, ha vuelto a la vida. No a una vida
como la de antes, en la que compartió nuestra fragilidad y nuestra realidad de
hombres y mujeres abocados a la muerte. Ha entrado en una vida nueva, que ya no
tendrá nunca más fin porque es la vida eterna de Dios. Y así como antes compartió
nuestra realidad débil y mortal, ahora ya a través de los sacramentos nos hace
compartir espiritualmente su vida pascual. Porque la Pascua no es sólo una realidad
que afecta a la persona de Jesús, es, también, una realidad que transforma la
existencia de los que creemos en él. Por eso la alegría que transpira toda la liturgia y
que habita en el corazón de los cristianos, no es únicamente por la resurrección de
Jesucristo sino también porque su resurrección transforma nuestra vida.
Con su misterio pascual, del que participamos desde el bautismo, Jesucristo nos
ofrece el perdón y la participación en su amistad, nos ofrece entrar en una relación
personal y confiada con él porque a través de él tengamos acceso al Padre. Él da
sentido a nuestra existencia y con su palabra y sus sacramentos nos ofrece los
elementos necesarios para avanzar en todas las circunstancias, nos ofrece la fuerza
para volver a empezar cada día. Tenemos ya en nosotros, como decía san Pablo en la
segunda lectura, la vida nueva de Jesucristo, escondida , pero bien real, y al término de
nuestra existencia esta vida llegará a su plenitud.
Por ello, la solemnidad de Pascua nos pide ser hombres y mujeres alegres y
esperanzados, con una alegría y una esperanza que hablen a nuestros
contemporáneos. La alegría y la esperanza son dos realidades que los cristianos
hemos de testimoniar en nuestro mundo. El Papa Francisco nos lo ha dicho ya varias
veces en estos quince días que lleva sirviendo en el ministerio de sucesor de Pedro.
Los cristianos no podemos ser hombres y mujeres tristes. Ni deberíamos dejarnos
llevar nunca por el desaliento. Evidentemente, se trata de una alegría y de una
esperanza que no provienen de nosotros mismos, ni de nuestros valores personales,
porque sería una base muy débil, sino de la alegría de haber encontrado a Jesucristo y
de habernos puesto en sus manos de salvador, de vencedor del mal, del pecado y de
la muerte.
Efectivamente, la alegría que viene de Jesucristo arraiga en la convicción de que él
nos ama y nos salva, que acepta nuestra realidad personal y la quiere perfeccionar,
que en él encontramos el perdón y la capacidad de volver a empezar tantas veces
como sea necesario. La alegría cristiana viene de saber que no estamos solos porque
Jesucristo camina siempre con nosotros, y nos lleva, con toda nuestra carga, a sus
espaldas de Buen Pastor, para que nuestra existencia llegue a buen término, aunque
nos toque pasar como él por un camino de cruz.
Y esta certeza, garantizada por la resurrección de Jesucristo, nos debe hacer firmes
en la esperanza. Una esperanza interior que nutre nuestra vida, incluso en los
momentos difíciles, porque sabemos que son participación en la vida de Cristo y
colaboran en el establecimiento de su Reinado de amor en el mundo. Esta esperanza,
apoyada en el testimonio de los discípulos de Jesús que vieron y creyeron (cf. Jn 20,
8), se abre a la vida futura de la eternidad. Ante tantas dificultades y problemas como
hay, debemos ser testigos de esperanza; de aquella que viene de Jesucristo y que se
traduce en un trabajo para hacer un mundo mejor, sabiendo que el Espíritu del
Resucitado coopera con nosotros.
Por eso la esperanza cristiana es inseparable del compromiso a favor de mejorar
nuestro mundo. Hoy, concretamente, tenemos presentes a nuestros hermanos en la fe
que viven en la Tierra Santa, que fue -en palabras de Benedicto XVI- "la cuna de la
revelación divina y de la historia de salvación" (cf. Ecclesia in Medio Oriente ). Por ello,
tal como hemos hecho en la Noche Santa, al final de esta celebración os ofreceremos
la posibilidad de hacer una aportación en bien de las actividades que la Iglesia
desarrolla en los territorios de Oriente Medio, llenos de dificultades y de sufrimiento.
La alegría y la esperanza, que brotan de la Pascua de Jesucristo, se nutren con la
Eucaristía. El sacramento que nos hace presente al Resucitado y que nos hace
vigorosos en el camino cristiano. Ahora en esta celebración, cuatro Escolanes harán la
primera comunión. Para Tomàs, Francesc, Pau y Ot es una celebración del todo
particular; desde el bautismo han aprendido a conocer a Jesús y a establecer con él
una relación de amigo a amigo. Y, en esta relación ahora dan un paso más, el de
recibir su presencia en el Pan y el Vino de la Eucaristía. Ellos le abren el corazón y lo
reciben en su interior. Pero aún es más maravilloso pensar que es Jesús, que les llevó
ya en su corazón cuando estaba en la cruz, el que quiere darse a ellos para continuar
de una manera más intensa su relación de amistad con ellos.
Todos los bautizados, nutridos -como he dicho- por la Eucaristía, tenemos que
convertirnos en un signo vivo de la presencia de Jesucristo resucitado en el mundo.
Debemos hacerlo a través de transparentar la alegría y la esperanza en nuestra vida.
Y, también, compartiéndolas de una manera fraterna con quienes comparten la misma
fe para ponerlas al servicio de todos. Así, adorando la Cruz de Jesucristo, y alabando
y glorificando su santa resurrección, testimoniaremos de manera creíble que por el
árbol de la cruz "ha venido la alegría al mundo entero".