IV Domingo de Pascua, Ciclo C
« Conocen mi voz y yo las conozco
Luz y alegría de los gentiles (Hch. 13, 14. 43-52):
Los Hechos de los Apóstoles sitúan a Pablo y Bernabé en Antioquía de Pisidia. Su
predicación era envidiada por los judíos, ya que congregaban a mucha gente que
deseaban escucharlos. Su predicación y anuncio, fue ofrecido a los judíos, pero
despertó insultos en lugar de interrogantes, escucha o adhesión. Rechazaron el
mensaje. No había acogida en su corazón.
Pablo y Bernabé, no se detuvieron en contemplaciones, hablaron con claridad ante
la actitud de rechazo, por no considerarse dignos de recibir la vida eterna, nosotros
nos dedicaremos a los gentiles. Y lo asumen, como un mandato del Se￱or: “Te
hago luz de los gentiles, para que seas la salvaci￳n hasta el extremo de la tierra”.
Estas palabras colmaron de alegría a los gentiles, a los despreciados porque no
eran como los judíos, a los pueblos extranjeros, desconocedores de Dios, de Jesús
y de su propuesta de vida eterna.
El rechazo, la no aceptación, el insulto conduce a un abrir caminos de dignidad.
Dignidad para la escucha, dignidad para la acogida, dignidad donde el respeto sea
un camino transitable. Donde la alegría pueda compartirse, donde la persecución se
transforme en una actitud de acogida y reconocimiento mutuos.
La Salvación y la Luz de Cristo Resucitado son ofrecidas, pero no impuestas. Es la
libertad humana la que reconoce, acepta y acoge, y es también la que rechaza,
insulta, persigue y amenaza. Aunque estos últimos viven cegados por la envidia.
Son los dos polos opuestos de las consecuencias de la libertad.
Los conocedores de Dios muchas veces se muestran rechazando la novedad de
Dios, la nueva promesa, la nueva alianza. El lenguaje nuevo, la vida nueva
propuesta por Dios. Aunque sea el mismo contenido, siempre habrá una resistencia
al cambio. Una resistencia porque ese cambio no cubre mis expectativas. Podemos
entrar en el desaliento, pero también podemos dirigir nuestra voz y nuestra mirada
a quien sepa amarnos y acogernos, que no siempre son los de casa, los de nuestro
pueblo, los creyentes, los hombres y mujeres de Iglesia.
A veces, la Palabra de vida, resuena como novedad a quien nunca se ha sentado a
escuchar. Cercano o lejano. La prueba y la satisfacción de predicar será la alegría
que experimenten otros, cuando supieron sentarse a escuchar, comprendiendo la
luz, la vida, y la verdad que se les ofrecía. Si Pablo y Bernabé cambiaron el rumbo,
dejaron a los judíos y dirigieron sus esfuerzos a los gentiles; nosotros hoy
tendríamos que descubrir cuáles son nuestros gentiles del siglo XXI, y tener el
coraje y la valentía, primero de denunciar el rechazo, y segundo de abrir un camino
hacia otro interlocutor válido, capaz de acoger y escuchar la bondad de la vida que
se propone. Por eso, hemos de estar convencidos en que la promesa de vida, que
parte de Jesucristo, no está ni permanece restringida a ningún pueblo, ni a ninguna
generación. Es oferta común y universal.
Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos (Ap 7,9. 14-17)
Más allá de los límites que la historia humana nos imponga, hemos de vivir el
mensaje del resucitado como una experiencia no sólo personal, sino sobre todo,
como una experiencia de identidad, conocedores de pertenecer a un nuevo pueblo,
una comunidad nueva de creyentes. La resurrección, lo mismo que el compartir el
pan tiene esa dimensión comunitaria, eclesial, no acontece en la soledad, sino en
un caminar juntos.
Aquellos que lavaron sus túnicas en la sangre del Cordero, la muchedumbre que dio
la vida por la fe en Jesús - el Cordero que quita el pecado del mundo, el que nos
reconcilia con la vida y con el amor- son los que vienen de la gran tribulación. Por
eso, el que se sienta en el trono, el Hijo de Dios, el que reina en nuestros corazones
con humildad, bondad, paz, amor y reconciliación, ese habitará entre ellos. Los
cuidará, cultivará sus corazones, permanecerá a su lado, conduciéndolos como
pastor hacia fuentes de aguas vivas, donde Dios enjugará las lágrimas de sus ojos.
Recibirá nuestras lágrimas, y nos consolará una vez vencidos los miedos de la vida,
los avatares de nuestra historia: soledad, persecución, rechazo, insulto, abandono,
acusaciones; todos aquellos avatares que provocan sufrimiento por la violencia
humana, porque han pretendido impedir la felicidad, los sueños, la vivencia de la
esperanza, la libertad de amar y creer.
Conocen mi voz y yo las conozco (Jn 10, 27-30):
Jesús admite y reconoce a quienes les siguen. Usando un símil pastoril, con la
excelencia de un buen pastor, conoce a cada uno de sus ovejas, y ellas saben,
intuyen y conocen, cómo es su voz. Yo les doy la vida eterna, nadie podrá
arrebatársela de su mano, ni de la mano de Dios Padre, porque hay una unidad en
el cuidado del Padre y del Hijo.
Podemos situarnos en la experiencia de nuestros seres queridos. Cómo los hemos
visto nacer, crecer, y cómo siempre hay una mirada de reconocimiento del recién
nacido ante su madre, o ante su padre, por el que se siente cuidado, protegido,
alimentado, y animado para la vida. Su llanto sólo se calma cuando reconocen la
seguridad de aquellos que identifica como a sus padres: los reconoce por el cuidado
diario recibido. Así es la actitud de Jesús, el Buen Pastor y así se muestra la actitud
confiada de cuantos creyeron en él, y le siguen. Un reconocimiento mutuo por el
camino andado y la vida compartida.
En este domingo, en que también oramos por las vocaciones, a la vida consagrada,
a quienes se sienten llamados a ser dominicos, hemos de preguntarnos sobre cómo
nos conocen, y si realmente reconocen nuestra voz. ¿Hemos puesto demasiadas
fronteras generacionales? ¿Demasiadas exigencias o criterios evaluativos de
orientación vocacional? ¿Éstos están dirigidos más a cómo deben ser entre
nosotros? Y ¿nos hemos olvidado de cómo se nos ha de conocer? de ¿cómo hemos
de cuidarlos, alimentarlos y animarlos para que ellos reconozcan nuestra vida y
nuestra voz? ¿Qué esperanza ofrecemos? ¿Qué llanto enjugamos? ¿Qué tribulación
calmamos para que ellos sientan la experiencia de que Dios habita en ellos, acampa
y permanece en ellos?
¿Qué palabra y qué gesto les impulsará a seguirnos y a quedarse con nosotros?
¿Qué vida le ofrecemos? Si no asumimos la actitud de cultivar, de cuidar, de
enjugar los llantos ¿cómo se va a regenerar nuestra vida con savia nueva? ¿Hemos
dado por perdida nuestra vida, porque la hemos dejado envejecer, y la libertad y
verdad de los jóvenes nos molesta? ¿Será que también hemos olvidado el cómo
enjugar el llanto de quien vive a nuestro lado? ¿Le hemos quitado el protagonismo
de su historia vocacional, y cortado las alas antes de andar?
Los jóvenes de hoy han vivido muchas experiencias en su vida de dolor, y mucha
experiencia precoz de libertad: ¿estamos preparados para acoger y orientar con
una pedagogía liberadora esa libertad para encaminarla a la docilidad y a la
obediencia? ¿Buscamos amoldarlos a nuestra vida? ¿Pero esta vida que
proponemos como verdad y sentido de nuestra vocación, contiene palabras de
salvación que enamoren?
No busquemos poner en un molde personalidades, ni voluntades, ni libertades,
cuando se ha optado dejar casa, familia, trabajo, y un futuro para estar con
nosotros, cuando nosotros hemos olvidado tantas cosas. Más que rezar por las
vocaciones, tendríamos que rezar por nuestra vida, para que esa vida que
postulamos regrese del olvido, de la desesperanza, de los corazones viejos. El
mundo les abrió fronteras, y nosotros se las hemos cerrado: quizás buscando tener
discípulos clonados a nuestra individualidad, a nuestro parecer, a nuestra voluntad.
Nos falta resucitar, volver abrir nuestros corazones antes que nuestras casas, y
escuchar y acoger la voz de Dios y contemplar la luz que nos ofrece. Ellos podrán
tener el mismo coraje de Pablo y Bernabé, para decir con valentía: os hemos
ofrecido la vida, y no se sintieron dignos de merecerla. La rechazasteis, por eso,
nos vamos a los gentiles, donde nos sepan aceptar, acoger y querer.
Algunos pensadores nos muestran señales de una auténtica acogida, que nos
pueden ayudar a reflexionar:
• Nos volvemos sabios cuando sabemos que el amor es la respuesta a todas las
preguntas.
• Con la gratitud, tu mente se convierte en el mejor lugar para pasar el tiempo.
• El trabajo es amor hecho visible. Y si no podéis trabajar con amor sino s￳lo
con disgusto, es mejor que abandonéis el trabajo y que os sentéis a la puerta
del templo a recibir la limosna de quienes trabajan con alegría (Khalil Gibran).
• Se ha de ser un gran hombre para saber escuchar.
• La gratitud nos abre a la plenitud de la vida. Convierte lo que tenemos en
suficiente y más. Convierte la negación en aceptación, el caos en orden, la
confusi￳n en claridad… Transforma los problemas en dones, los fracasos en
éxitos, lo inesperado en lo que llega en el momento perfecto y los errores en
acontecimientos importantes. La gratitud da sentido a nuestro pasado, nos da
paz en el presente y crea una visión del mañana (Melodie BEATTIE).
• Lo único que vemos de una persona en cualquier momento es una
instantánea de su vida, ya sea de su riqueza o pobreza, felicidad o
desesperación. Las instantáneas no muestran el millón de decisiones que la
condujeron a ese momento (RICHARD BACH).
• Si juzgas a las personas, no tienes tiempo para amarlas (Madre Teresa).
• Cuando mires atrás, te darás cuenta de que: cuando realmente has vivido, ha
sido en aquellos momentos en que has hecho cosas con el espíritu del amor
(Henry Drummond).
La gratitud con amor, es una escucha esperanzada, y una actitud de acogida
mutua, donde el respeto hace posible el convivir atrayente de la verdad que
contemplamos, y predicamos.
Fr. Alexis González de León O.P.
Convento de Ntra. Sra. de Candelaria (Tenerife)
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