Ciclo C: V Domingo de Pascua
Rosalino Dizon Reyes.
Todo lo hago nuevo (Apoc 21, 5)
Dios es belleza siempre antigua y siempre nueva, confiesa san Agustín. Siguiendo
este ejemplo agustino y guiados por «Dios es amor», podemos profesar que Dios es
amor siempre antiguo y siempre nuevo.
Este amor sin principio ni fin ya existía—según nuestra manera de hablar humana—
en el principio. Por eso, lo consideramos antiguo. Pero es nuevo al mismo tiempo,
pues se nos revela según la unicidad de cada uno de nosotros y de modos
inesperados y sorprendentes.
Ya antiguamente, en muchas ocasiones y de varias maneras, el amor eterno nos
dio motivo para maravillarnos de él: se sometió al tiempo y se rebajó al nivel
humano para acogernos a los infieles e injustos, sirviéndose además de hombres
poco elocuentes, fuertes, sabios. Y ahora, en esta etapa final, el amor divino nos
ha colmado de la más grata sorpresa de todas: la entrega de Jesús (Jn 3, 16).
Prueba innegable y admirable del amor de Dios «es que Cristo, siendo nosotros
todavía pecadores, murió por nosotros» (Rom 5, 7-8). ¡Extraordinario sacrificio!,
ya que «apenas habrá quien muera por un justo». Cerramos asombrados la boca
ante tal humillación del amor eterno encarnado en Jesús, a causa de la cual él se
exaltó y recibió el «Nombre-sobre-todo-nombre», el único que nos salva.
Pero no solo en la muerte desafía Jesús las expectativas humanas, sino también en
la vida. De hecho, su muerte asombrosa no es más que la consecuencia inevitable
de una vida singular de servicio y de proclamación a los pobres, con palabras y
obras, de la buena nueva de la misericordia y la justicia de Dios. Así, por ejemplo,
el llamado correctamente «El Maestro» y «El Señor» lava, para sobrecogimiento de
Simón Pedro, los pies a sus discípulos. Renuncia y denuncia toda autoridad al estilo
pagano. Explica bien claro la lección. Un poco más adelante, les dará un
mandamiento nuevo—aunque, sin duda, antiguo también.
Amarnos unos a otros como él nos ha amado, esto es participar de la novedad y la
finalidad por excelencia de Jesús. Su amor nos capacita para el amor mutuo a
imitación suya, siendo «como yo os he amado» el elemento nuevo y distintivo del
mandamiento nuevo, de acuerdo con otra enseñanza agustina. Si desechamos este
mandamiento sobrecogidos, entonces no tendremos nada que ver con Jesús. Si
nos dejamos intimidar por lo nuevo que se nos enseña fuera y nos volvemos en
seguida a nuestra concha (XI, 397), nunca nos libraremos de la autorreferencia que
lleve a la enfermedad y nos deje aferrados a las mismas cosas viejas de siempre
(Papa Francisco). Solo si participamos del amor sufrido de Jesús, pasando muchas
dificultades, lograremos mantenernos en la luz aun en la noche y servir de
instrumentos humildes de Dios para que la puerta de la fe se les abra a otros.
Dicho de otro modo, no sea que creamos lo inenarrable e inaudito que muchos
encuentran inaceptable, y comamos la carne de Cristo y bebamos su sangre, no
tendremos vida en nosotros.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)